Toda mi vida pública ha coincidido con el reinado de Juan Carlos I. Gané las oposiciones de juez a los 24 años y el Rey fue coronado pocos meses después por las Cortes del anterior régimen. Quizá por ese paralelismo vital, lo primero que sentí, al conocer la noticia de su abdicación momentos después de participar en la inauguración de unas jornadas de los presidentes de las audiencias provinciales, fue gratitud hacia el actor principal de la transición de una dictadura de 40 años al periodo más estable y de más calidad democrática de la historia de España.

En la inauguración de esas jornadas había hablado, y es un ejemplo esperanzador, del aumento del prestigio ciudadano de los jueces que contrasta con el de la administración de Justicia y el de otras instituciones golpeadas por el escepticismo de una sociedad agotada por los casos de corrupción y de mal gobierno.

Con su decisión de renunciar a la Corona, después de 39 años de reinado, el Rey ha querido abrir una ventana para que entre el aire fresco del cambio generacional en las instituciones democráticas españolas que necesitan urgentemente recuperar el crédito ciudadano. Su renuncia pretende favorecer un efecto cascada desde el vértice de la pirámide hacia abajo que renueve a los protagonistas de la vida institucional española.

Se ha marchado, es verdad, con el trasfondo de procesos judiciales que le afectan muy de cerca, con la erosión de los dos grandes partidos, que han asegurado la gobernabilidad de España durante las últimas décadas, con un creciente aumento de la desigualdad en los últimos años, y con tensiones territoriales centrífugas que han llegado demasiado lejos.

El Rey, que ha tenido una vinculación especial con Zaragoza y con Aragón desde los tiempos de cadete a su decisivo apoyo la Expo de 2008, quiere pasar el testigo a su hijo Felipe que, a sus 46 años, tendrá que encabezar un tiempo de renovación de la democracia española.

Este nuevo tiempo, de la mano de un jefe del Estado cualificado, sensato, y sensible con Cataluña y con las autonomías, tiene que basarse en un gran pacto político y social, en un nuevo contrato social, equivalente al que supuso en su día el nacimiento del estado de bienestar, que tenga en cuenta no solo a los agentes tradicionales (sindicatos y empresarios) sino también a los nuevos actores que han emergido en el siglo XXI desde la red y la participación ciudadana.

El futuro rey Felipe VI tiene por delante el desafío de encauzar ese activismo ciudadano, crítico, protagonizado en muchos casos por jóvenes sobradamente preparados pero bloqueados en su proyecto de vida profesional y personal, hacia la ilusión y el compromiso con la revitalización democrática de este gran país.