Hace apenas tres meses, la posibilidad de que Pedro Sánchez (Madrid, 1972) se convirtiera en el próximo secretario general del PSOE parecía muy remota. Sánchez era un dirigente muy poco conocido, que tanto en esta legislatura como en la anterior había ocupado un escaño en el Congreso de forma accidental. En el 2008, tuvo que esperar a la marcha del exvicepresidente Pedro Solbes para convertirse en diputado. En el 2012 ocurrió lo mismo, pero en este caso fue la salida de la exministra Cristina Narbona la que motivó que corriese la lista y él entrara en la carrera de San Jerónimo. La historia se había repetido con anterioridad: en el 2003, tras los comicios municipales, tuvo que esperar un año para convertirse en concejal del Ayuntamiento de Madrid.

Pero Sánchez ha sabido ser paciente y ahora, de nuevo por sorpresa, es el ligero favorito para convertirse en el líder del PSOE. Ha logrado granjearse el apoyo de la amplia mayoría de los barones socialistas (principalmente de la andaluza Susana Díaz) y se muestra muy seguro a la hora de trasladar sus iniciativas. Quizá demasiado. En el debate del pasado lunes, por ejemplo, esa ausencia de dudas le hizo parecer algo artificial y frío.

Durante mucho tiempo, la carrera de Sánchez estuvo ligada a la de José Blanco, exvicesecretario general del PSOE. Nada más tomar las riendas del partido, Blanco se rodeó de un núcleo duro formado por Óscar López, Antonio Hernando y el propio Sánchez. A este le tocó siempre las tareas menos lucidas: desde redactar la propaganda electoral hasta movilizar al partido en las localidades más pequeñas. Se ocupó de ellas con el tesón de quien espera su oportunidad. Ahora le ha llegado. Señalan sus críticos que, si gana, no será el auténtico líder del partido, sino solo un «títere» en manos de Díaz, la dirigente más poderosa del PSOE. Él, en cambio, insiste en que si está aquí es por «derecho propio».