Cándido Conde Pumpido desempeñó entre el 2004 y el 2011 el cargo de fiscal general del Estado. Fue este jurista, maquiavélico e inteligente, el que en su condición de tal afirmó en el Congreso en octubre del 2006 que «el vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino», una metáfora para asegurar que el ministerio fiscal atendería a los contextos políticos y sociales en el ejercicio de su función.

Pero aquella reflexión fue mal recibida por la carrera fiscal, que mantuvo una relación muy tensa con él y exigió una mayor autonomía respecto del Gobierno. La consiguió en el 2007. Se produjo una profunda reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, blindando al fiscal general del Estado en su cargo, de modo que fuera designado por el Consejo de Ministros pero sin posibilidad de ser cesado libremente por el Gobierno, salvo por causas tasadas. Desde entonces, el máximo representante de la fiscalía solo puede desempeñar el cargo por un periodo de cuatro años.

Desde el 2007, los fiscales generales del Estado -y los miembros de la carrera fiscal- han alcanzado un grado de autonomía funcional extraordinaria, superior a la de otros países democráticos, y su relación con el Ejecutivo es escrupulosa. Por eso, los sucesores de Conde Pumpido han tenido serias dificultades con el Gobierno del PP.

Eduardo Torres Dulce dimitió a los dos años y medio de su nombramiento (2012-2014), entre otras razones por la tensión con el Ministerio de Justicia a propósito de los plazos y la intensidad penal de la querella que interpuso ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) contra Artur Mas por la convocatoria del 9-N del 2014. Consuelo Madrigal, la primera mujer fiscala general, fue nombrada en el 2015 pero, aunque era posible, Mariano Rajoy no propuso su renovación tras las elecciones generales del 2016 por la resistencia de la togada a que Rafael Catalá le impusiera determinados nombramientos.

Tras Madrigal, José Manuel Maza implementó la querella que ha desembocado en el escrito de conclusiones provisionales del viernes, en el que la fiscalía acusa de rebelión a nueve de los 18 dirigentes políticos y sociales independentistas por los hechos de septiembre y octubre del 2017. Su fallecimiento, en noviembre de ese año, llevó a la fiscalía general a Julián Sánchez Melgar, bajo cuyo mandato se tramitó el grueso de la instrucción de Pablo Llarena.

Cuando el PSOE ganó la moción de censura en junio, el Gobierno nombró -para sustituir a Sánchez Melgar- a María José Segarra, que ha sido la responsable del escrito provisional en la causa especial del procés ante la sala Segunda y ante la Audiencia Nacional, que acusa también de rebelión a la cúpula de los Mossos: Josep Lluís Trapero, César Puig y Pere Soler.

Durante esta secuencia de sustituciones, los fiscales han interiorizado la necesidad de distanciamiento de los criterios políticos del Gobierno de turno, una pulsión estatutaria que ha cristalizado definitiva, y ya históricamente, en la formulación de la acusación provisional de este viernes en el proceso penal más importante de la democracia española.

La fiscala general y los fiscales de Sala que llevan el asunto saben de los criterios contrarios a sus conclusiones provisionales del Gobierno porque los ha hecho explícitos a través de la Abogacía del Estado, un servicio de la Administración general con plena dependencia jerárquica del Ejecutivo; también conocen el debate académico sobre la concurrencia de la violencia en los hechos que se enjuician a efectos de tipificarlos como delito de rebelión, y están al tanto del impacto que su acusación ha provocado en buena parte de la opinión pública catalana. Sin embargo, y como han ido demostrando a lo largo de la instrucción, no se sienten concernidos por «el polvo del camino» a que se refería Conde Pumpido, sino que han aislado su criterio técnico de las interferencias del contexto.

Acreditada la autonomía real en el funcionamiento del ministerio fiscal, hay que manejar con prudencia la expectativa que se está creando de que las conclusiones presentadas, al ser provisionales, solo sirven para cubrir el expediente y que al final de la vista oral no se elevarán a definitivas y se modificarán con una calificación menor en línea con la que plantea la Abogacía del Estado. En el proceso soberanista se han ido creando de modo continuo expectativas que luego no se han cumplido. No conviene que la provisionalidad de las conclusiones de la fiscalía cree otra burbuja.

Tampoco con la posibilidad de un indulto del Gobierno. Aunque el presidente Pedro Sánchez no negase el miércoles en el Congreso que podría barajarlo, tampoco lo afirmó. Y en todo caso, el indulto no es un acto plenamente discrecional del Ejecutivo, sino que se somete a determinadas condiciones. El ejercicio del derecho de gracia se fundamenta en «razones de justicia, equidad o utilidad pública», además de someterse a unos requisitos nada fácil de que concurran a medio plazo en esta enrevesada causa.

La democracia procura que el «polvo del camino» (la oportunidad política, la conveniencia social, la transacción) no manche el vuelo de las togas de quienes tienen que pedir justicia, los fiscales, y mucho menos de quienes deben impartirla, los jueces. En el caso que nos ocupa hay que tener en cuenta dos hechos decisivos para entender la autonomía de la fiscalía y su rigor: 1) al Gobierno le hubiese gustado otra acusación, y la ha planteado a través de la Abogacía del Estado, pero no ha hecho uso de sus facultades excepcionales sobre la Fiscalía General del Estado; y 2) los autores presuntos de los hechos delictivos (sean rebelión o sedición) debieron ser tan conscientes de sus responsabilidades como Carles Puigdemont, que, valorándolas, huyó a Bélgica y allí sigue.