Cuando en abril la junta que decidía los premios Pulitzer de este año anunció que otorgaba el galardón de servicio público a Jodi Kantor, Megan Twohey y Ronan Farrow, argumentó que el trabajo de los tres había sido «periodismo explosivo, de impacto, que expuso a depredadores sexuales poderosos y ricos (...) haciéndoles rendir cuentas por acusaciones largamente suprimidas de coerción, brutalidad y silenciamiento de víctimas».

Kantor y Twohey habían publicado, el 5 de octubre de 2017 en The New York Times, el primer artículo que destapó los abusos de Harvey Weinstein. Ronan Farrow había seguido dos días después con nuevas revelaciones en The New Yorker. Pero aquello hizo algo más que empezar a derribar el muro de silencio que había protegido a uno de los productores más influyentes de Hollywood, ahora procesado. Como dijo la junta del Pulitzer, «espolearon la hora de la verdad mundial sobre el abuso sexual a las mujeres».

Esa hora «no es un momento, es un movimiento», según ha recordado Tarana Burke, la activista afroamericana que allá por el 2006 lanzó en una campaña a favor de niñas y mujeres negras supervivientes de abusos la etiqueta #MeToo, reactivada con inusitada fuerza tras los artículos sobre Weinstein y hoy sinónimo de una nueva era. Ha tenido en Hollywood uno de sus centros, el más visible en una cultura marcada por la fama, aunque no el único. Tiene un largo camino, pero en los últimos 12 meses en EEUU ya ha empezado a mostrar de lo que es capaz.

LO QUE NO HIZO LA LEY

«#MeToo ha hecho por la sociedad lo que la ley no», escribía en el Times Catharine MacKinnon, una académica, abogada y activista que en 1979 sentó las bases para las leyes contra el acoso sexual en EEUU y las defendió ante el Supremo. «La movilización masiva contra el abuso sexual, a través de una ola sin precedentes de denuncia en redes sociales y medios convencionales, está erosionando las dos mayores barreras para acabar con el acoso sexual: la incredulidad ante sus víctimas y su deshumanización restándoles importancia».

Esa deshumanización es el «denominador común que hace de puente entre los famosos y los ciudadanos corrientes» que han sido víctimas de abuso, como ha escrito Burke en Variety, publicación de referencia de Hollwyood. Y en ese artículo dice que una de las claves para seguir adelante es huir de la «obsesión mediática» por los grandes nombres de los acosadores que acaparan los titulares (como los de Weinstein, Kevin Spacey, Louis CK, Les Moonves, Bill O’Reilly o Matt Lauer, por citar solo algunos) y, en vez de crear esa especie de espera por ver «quién será el próximo», centrarse en devolver la humanidad a los supervivientes.

Es lo que reclamaba precisamente Andrea Constand, una de las 60 mujeres que acusó a Bill Cosby, la única que ha conseguido sobrevivir a los asaltos a su credibilidad y triunfar en una larga lucha legal. Trece años después de presentar por primera vez su denuncia, veía esta semana como su agresor entraba esposado en la cárcel para pasar allí entre tres y diez años. «Cogió mi bello y sano espíritu joven y lo hizo pedazos, me robó mi salud y mi vitalidad, mi naturaleza abierta y mi confianza en mí misma y en otros. En vez de mirar atrás estoy deseando mirar adelante, quiero llegar a ese punto donde la persona que tenía que haber sido consigue una segunda oportunidad», escribió en la declaración de víctima leída en el proceso de sentencia.

«#MeToo y #Time’sUp (el movimiento impulsado en Hollywood para ayudar a quienes no tienen dinero para las batallas legales) han galvanizado al público, llevando a hablar públicamente a gente que no lo hubiera hecho, y motivando a muchos empleadores a responder para no enfrentar las consecuencias de la inacción», ha explicado Ramit Mizrahi, una abogada que trabaja en casos de discriminación, acoso, venganza y despidos improcedentes. «Estos movimientos han creado espacio y apetito para la expansión de los derechos y protecciones de empleados».

CAMBIOS VISIBLES

La expansión sería más plena si se consiguiera aprobar en EEUU la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA). Pero mientras se sigue luchando por alcanzar una meta que se persigue desde hace casi un siglo, ha habido en el último año cambios visibles, imprescindibles en un país donde, según encuestas de la Comisión de Igualdad de Oportunidades de Empleo, el 58% de las mujeres han experimentado acoso sexual en su lugar de trabajo. La mayoría no denuncia (solo el 8% en casos de tocamiento no deseado y el 30%, en los de coerción sexual) y tres de cada cuatro que lo hacen aseguran que sufren represalias.

En varios estados se han presentado propuestas de ley para cambiar elementos que han contribuido a mantener la cultura del acoso y el abuso, como los acuerdos de confidencialidad o cláusulas en contratos que obligan al arbitraje e impiden tomar acciones legales, pasos que también han dado algunas empresas en el sector privado. Y aunque hasta ahora la decisión de no denunciar había sido dominante (dos de cada tres casos de abuso no eran reportados, según el Departamento de Justicia), hay un impulso legal para que se empiecen a analizar decenas de miles de pruebas de ADN realizadas tras agresiones sexuales que languidecen en almacenes policiales.

El mes pasado, trabajadoras de McDonald’s hacían huelga para protestar contra el acoso sexual. Era la primera vez que se organizaba en varios estados de Norteamérica una protesta contra el problema en el sector de la comida rápida y, con apoyo paralelo de Time’sUp y Fight for 15 -campaña que lucha por elevar el sueldo mínimo-, se demostraba el potencial del movimiento para avanzar con la fuerza de la interseccionalidad.

Es una de las claves para #MeToo, que no ha surgido en un vacío. Desde la elección en el 2016 de Donald Trump, al que más de una docena de mujeres han señalado con el dedo, se ha registrado una reactivación de las mujeres y uno de sus múltiples efectos ha sido dar voz y fuerza a la lucha contra la cultura de la impunidad.

Veintisiete años después de que Anita Hill testificara en el Senado sobre el acoso al que le sometió el juez Clarence Thomas, que pese a todo fue confirmado para el Supremo, esta semana otra mujer, Christine Blasey Ford, ha vuelto a la Cámara con sus denuncias contra Brett Kavanaugh, nominado para el alto tribunal por Trump. Para Burke, la activista tras el #MeToo original, hay algo «descorazonador» en el hecho de vivir esta especie de bucle, pero sirve como recordatorio. «Este movimiento -ha escrito- debe ser propulsado por gente que vota, alza su voz y es consciente de cómo [el problema] es más grande que Hollywood».