Shatt el Arab. El gran río árabe. El caudal resultante de la unión del Tigris y del Eufrates nace a unos 70 kilómetros de Basora, cruza la ciudad y desemboca en el golfo Pérsico. Los restos de todas las civilizaciones que han germinado en Mesopotamia han ido a morir al mar a través de sus aguas. Ahora, las esperanzas de futuro de Basora se centran en su caudal, en su potencial turístico y comercial.

Durante generaciones, la familia de Akeel Salam se ha ganado la vida viajando a través del Shatt el Arab desde Basora hasta Fao. Fue su padre quien compró la Ashari, la barcaza capitaneada por Akeel en la que viajamos por el río, un bote de madera con capacidad para 20 personas. El motor ruge mientras Akeel guía la embarcación a través de un paisaje de palmerales. Atrás queda el yate de lujo de Sadam Husein, hundido durante la guerra.

Para Akeel, el río es sinónimo de futuro. El suyo, el de sus tres hijos y el de toda la ciudad. Lo mismo opina el gobernador de la ciudad, Wael Abdul Latif, que sueña con ver a Basora convertida en una nueva Dubai, con la ayuda del Shatt el Arab y del puerto de Um Qasar. Las mismas esperanzas iluminan la mirada de Abdul Ramdan, el policía de la localidad de Al Qurnah que custodia el punto en el que el Tigris y el Eufrates dan a luz al Shatt el Arab. "El río nos convertirá en una tierra próspera, con turismo y comercio. La guerra y estos malos tiempos valen la pena", dice el agente junto a un viejo árbol que, dicen, es de donde Eva tomó la manzana prohibida.

Pero el futuro aún no ha llegado. Basora es la ciudad olvidada. La olvidó Sadam, que la castigó sin servicios básicos; la asediaron casi hasta la inanición hace un año los soldados británicos, dejando para un día antes de Bagdad su caída, que pasó casi desapercibida; la ignora la prensa, pues la relativa buena relación de la población con los británicos --está declarada zona de no conflicto-- no genera titulares; y la olvida de nuevo Bagdad en la reconstrucción, ya que Paul Bremer es tan centralista como lo fue Sadam.

Cortes de luz

Basora huele a basura, igual que antes de la guerra. No hay sistema de recogida de los desperdicios, que se queman en la calle. Hay cortes de electricidad, el agua sólo alcanza al 60% de la una población de dos millones y los hospitales andan cortos de personal, de tecnología, de sueldos, de electricidad, de agua, de gasolina para los generadores e, incluso, de medicinas. Eso sí, en el viejo bazar de Kawit o en la concurrida calle de Al Watan se puede comprar cualquier cosa, últimamente sobre todo teléfonos móviles. Bueno, de todo no hay. Ni rastro de los souvenirs con imágenes de Sadam que tanto abundan en Bagdad. Pero hay unos DVD caseros con las imágenes de la captura del tirano en Tikrit.

"Es que nadie echa de menos a Sadam. Todos vivimos mejor. Yo antes necesitaba permisos y pagaba muchos impuestos por trabajar. Ahora tenemos libertad". Akeel esquiva los cascos de grandes barcos mercantes hundidos en el Shatt al Arab desde la guerra con Irán. En sus cercanías, pequeños botes de pescadores lanzan sus redes. Akeel suele trabajar 12 horas y gana unos cuatro euros al día. Se dedica a este trabajo desde los 12 años, y apenas sabe leer y escribir. En la orilla, una mujer oculta en su chador y una niña hacen la colada. La pequeña lleva hijab. "No sé de política. Haré lo que me diga el gran ayatolá Sistani, que es un hombre sabio", comenta Akeel.

Las milicias armadas shiís han tomado Basora y han traído con ellas un ambiente de terror. Las asociaciones de derechos humanos denuncian secuestros y acoso a mujeres por no cumplir las normas religiosas. Restaurantes en los que se servía alcohol han sido incendiados. Los comercios cierran poco después de anochecer y las calles, bulliciosas y calmadas de día, se vacían de noche, cuando las milicias toman posesión de ellas.

Han surgido en un año hasta 150 grupos, aunque son las Brigadas Badr y Thaaru Allah (Venganza de Dios) los dominantes. En enero, un grupo de 200 intelectuales exigió a las fuerzas de ocupación que controlaran las milicias por el bien del futuro de Irak. En las calles, mujeres cristianas llevan hijab.

Pero ninguna incertidumbre borra la sonrisa de Akeel. "No son estos tiempos fáciles, pero mis hijos vivirán mejor que yo".