Son tres mendigos de Zaragoza. Y tres detalles asombrosos. Tres lecciones de vida. A uno lo llamo el mendigo alegre. Ojo a este primer detalle. Mendigo, pero alegre. Siempre alegre. Frisará los sesenta años. Es delgado, con barba algo rojiza y su pelo está siempre alborotado. Se sienta apoyado en una columna frente a un renombrado centro comercial. Él está a sus cosas, aunque apenas tiene. Jamás da la sensación de pedir aun con su vaso de plástico en la mano. No, mejor dicho, entre sus dedos. Lo balancea de forma descuidada. Es un movimiento totalmente ajeno a su persona. Nada tiene que ver con sus ojillos alegres y su espontánea sonrisa. Cuando deslizas la moneda en su vaso, si le miras a la cara, el tipo te está regalando media vida. Tal vez sea su inocente expresión de niño bueno, tal vez porque te devuelve una mirada limpia y franca sin dar importancia a la cuantía de la dádiva, aunque muy probablemente, lo que a uno le llega al alma es la sorprendente felicidad de quien supuestamente tiene menos que nosotros. Si voy con mi sobrina me dirá: “¡Qué niña tan guapa!”. Si voy con mi madre: “¡Qué madre más joven!”. Si saco la cartera del bolsillo y no llevo monedas, no paso vergüenza ni me siento incómodo. Él me sonríe igual. Nunca le he visto serio.

El segundo mendigo se sienta a la puerta de un supermercado. Debe ser joven, no creo que supere los cuarenta. Está hecho un guiñapo. Su rostro refleja duras penalidades y parece siempre al borde del llanto. Tiene las piernas y los pies destrozados. Es un dolor verlo andar apoyado en sus dos bastones. Vamos al segundo detalle. Fue hace unos seis años (puede que más). Voy sentado en un autobús de línea. Hacia la mitad. Ocupo el asiento pegado a la ventana. Aparece una persona mayor caminando por el pasillo y, el acompañante desconocido de mi izquierda, se levanta y le cede el asiento. Y entonces compruebo asombrado que la persona del amable gesto tiene las piernas destrozadas y se apoya a duras penas con una mano en un bastón y la otra en la barra de sujeción del autobús. Sí. Era el mendigo del supermercado.

El tercero de los mendigos solía colocarse en la Plaza de España, frente al quiosco. Es el más joven de los tres, no creo que supere los treinta. Pide limosna arrodillado, con cara de pena y un solo brazo. Parece moro. Es el que más aspavientos hace de los tres. El detalle se hace perceptible una calurosa tarde de mayo. En la Plaza del Pilar, de la mano de mi mujer, disfruto viendo y escuchando a una banda de gaiteros. De pronto aparece un grupo de mujeres ataviadas con trajes regionales y comienzan a bailar jotas al son de sus castañuelas y de las gaitas. Quienes presenciamos la escena aplaudimos casi fervorosamente. Otras (las más atrevidas) se unen a las joteras. La gente se lo pasa en grande. La fusión de estilos, o de ritmos, o de lo que sea, está gustando mucho. Entre los brazos al aire de joteros (perdida ya la vergüenza) y joteras, me llama la atención un brazo desparejado. Es el mendigo de la Plaza de España. Un mendigo que baila alegre y feliz. No me invento nada ni tengo la menor intención de edulcorar la historia. Está feliz. Son segundos de felicidad.

Pienso a menudo en estos tres detalles. En estos tres destellos de dignidad. Es una lástima que no me sirvan para dejar de quejarme por tantas tonterías. Es una lástima que no me sirvan para ser más hombre.