No es sencillo entender el permanente descontento de la gente, a veces a causa de nimiedades absurdas, y cito el enfado de muchos jóvenes aburridos, adultos que te rebanan los tobillos por las aceras, maleducados que ni saludan cuando entran en un comercio. Cuesta creer en esta sociedad sobrada de casi todo y, a la vez, tan descontenta. Inevitablemente, echo la vista atrás y me convenzo de que hubo un tiempo en el que sí podíamos quejarnos. En mi casa éramos tan pobres que, imposibilitados para el ahorro de capital, decidimos ser parcos en palabras. Por un lado, entendimos que para lo que había que decir… y, por otro, nos convencimos de que en aquel miserable entorno ya estaba todo dicho. Al menos, lo fundamental, limitado a unos pocos. Así que ahorrábamos idioma.

Decíamos Bu, por buenos días, Adi, por adiós y hasta menguábamos los nombres propios. A mí me llamaban Ja, de Francisco Javier; mi hermano, como era el mayor, tenía licencia para llamarse Jai, una letra más, a fin de no confundirnos (él se llama Jaime Lorenzo). Además, jugaba en el Jai Alai, con lo cual le iba al pelo. Todo lo recortábamos, porque, como dijo mi abuelo un domingo en que se explayó, lo bueno de los pobres es que estamos libres del pecado de derroche, nos evitamos el agobio de amasar fortuna y, encima, no nos pueden quitar nada. Aquella precariedad nos procuraba una tranquilidad pasmosa. Era tanta la relajación, que lo mismo nos daba dejar la puerta abierta. ¿Quién puede decir hoy lo mismo? Pero sí estaba en nuestra lengua rebajar el gasto en palabras. Sólo mi hermana, María de la Resurrección Victoria Francisca (como para no abreviarla), dilapidaba léxico sin cortapisas, porque sufría de incontinencia oral, algo que ni las monjas pudieron corregir.

Nosotros la exhortábamos a imitarnos, pero no había manera. Para explicar que había suspendido en gimnasia, se marcaba un discurso de fin de año, aquellos insoportables mensajes emitidos por la oficialidad uniformada al fenecer diciembre. Mira, le decíamos a mi hermana, te bastaba haber dicho Gim, co si, que quería decir: gimnasia, como siempre, o sea, suspendida. Pues ni así. Además, mi hermana abusaba del subjuntivo, y ni siquiera se contenía en el gasto e iba directa al grano -el 4,2 obtenido de nota-, sino que ella empezaba diciendo, por ejemplo: "Es una injusticia que yo suspenda la gimnasia", etcétera, quitando el fracaso de la oración principal, como si de esa manera fuese menor tropiezo.

En muchas ocasiones, ni hablábamos. Bastaba una mirada de mi madre para atenerse a las consecuencias, porque una mirada de madre era todo un tratado de filología, pero enormemente más didáctico. Este ahorro, el único a nuestro alcance, me procuró algún problema personal. Recuerdo un día en que llegué muy contento a casa y ya desde la escalera iba gritando ¡He su mat!, ¡he su mat! Al entrar, mi madre me soltó un sopapo por entender que había suspendido las matemáticas, cuando yo pretendía anunciar que había superado la asignatura. Luego, tras aclararse el malentendido, mi madre me pidió perdón, y mi tía Juli (Ju), que era maestra, me regaló el verbo aprobar (ap). Pero a lo regalado no das mérito, y por ahí tengo el verbo, casi nuevecito de darle tan escaso uso.

El domingo era diferente. Mi abuelo nos daba la paga a mi hermano y a mí de buena mañana. Era una bolsa de hilo, hecha por mi madre, donde venía amontonada una mezcolanza de verbos, adverbios, sustantivos, adjetivos, artículos e incluso preposiciones. Con la paga, podíamos ir a la calle a gastarla, construyendo frases complejas, bien pasivas, reflexivas o de formas perifrásticas. Revolvíamos entre los verbos, a ver si podíamos confeccionar algún taco, y lo soltábamos, a sabiendas de que la trasgresión tenía un picante sabor que superaba la sintaxis tradicional. Muchos días tomábamos sopa de letras de primer plato, para compensar la anemia gramatical: una cosa era no abusar y otra distraer el conocimiento. Con el tiempo, la situación económica mejoró y fuimos perdiendo el hábito estricto de ahorrar palabras, pero eso no nos hizo más felices. Cambiaba el país y mudábamos nuestras costumbres. Nos arrasó una verborrea incontenible de promesas, y cualquiera te daba un mitin en lugar de los buenos días. No obstante, nuestra práctica nos había hecho prudentes y, antes de dilapidar patrimonio del abecedario, preferíamos escuchar. Luego, si procedía, ya poníamos los puntos sobre las íes. Por aquellas fechas mutantes se despidió mi abuelo: fiel a sí mismo, musitó Adi y se murió. Todos, incluida mi hermana, dijimos RIP.

Hoy nos preguntamos en casa si hubiéramos llegado a algo en el caso de haber sido unos vulgares charlatanes, como puede comprobarse en muchos personajes triunfadores, y sólo puedo decir que NPI. Pero gracias a una infancia de carencias y de embridarse la lengua puedo hoy contar historias tan absurdas y poco creíbles como ésta, es decir, con todos los ingredientes para ser real... Aunque ya me haya amenazado mi hermana, si desvelo intimidades, con retirarme la palabra. Sé que no podrás, Re.