Una vez la Segunda Guerra Mundial hubo terminado, el teniente coronel de las SS Otto Adolf Eichmann, que en los años anteriores se había encargado de la deportación y transporte de miles de judíos a los campos de exterminio del este de Europa, se vio ante la forzosa tesitura de tener que escapar y esconderse en algún lugar. Al principio se guareció en diferentes puntos de Alemania, Austria y Suiza, y después, a inicios de la década de los 50, logró embarcar en un buque que lo llevaría desde Génova hasta Buenos Aires, donde permanecería diez años trabajando en diversos lugares bajo la identidad de Ricardo Klement. Fue casi un milagro que tanto tiempo después, en torno a 1960, Eichmann acabase siendo identificado por un vecino suyo (que además era ciego) y convenientemente denunciado por él ante el Mossad. Se produjeron vigilancias de diversos agentes y directivos de la agencia, y el propio primer ministro israelí, David Ben-Gurión, ordenó la detención y automática expatriación del sospechoso una vez se dio por certificada su identificación. Aquella complicada operación -llamada Garibaldi por ser ese el nombre de la calle donde Eichmann vivió durante su etapa en Buenos Aires- logró, no sin serios problemas legales y diplomáticos, que el nazi fuese primero encerrado en una cárcel de Ramala, después juzgado por un tribunal judío en aquel país, y finalmente ejecutado en la horca de su centro penitenciario la madrugada del 31 de mayo de 1962.

Si este mediático caso ha conseguido con el paso del tiempo cobrar una importancia tan significativa, en buena parte ello se debe a la inestimable labor ensayística de la filósofa Hannah Arendt, una judía alemana que pudo huir a tiempo de la bota nazi y que durante aquellos días asistió como reportera de la revista The New Yorker al proceso de aquel criminal de guerra, escribiendo tras su desarrollo su ya clásica obra Eichmann en Jerusalén (1963), que es un espléndido -a la par que controvertido- intento por comprender los entresijos morales de aquellos que fueron responsables de los horrores del Holocausto.

Parece que en el transcurso del juicio, Arendt tuvo un interés prioritario por observar con detalle los testimonios del acusado, la forma que este tenía de explicar y hallar justificación a sus actos, y la manera que consideró oportuna para comunicarse con el tribunal y con el público que lo examinaba detenidamente desde el otro lado del cubo de cristal donde estaba encerrado. Pero pronto advirtió que Eichmann no era el hombre con el que allí esperaba encontrarse. Tenía dificultad para recordar el orden en el que ocurrieron los principales acontecimientos en la historia de la Alemania nazi (desconociendo además muchos de ellos); se expresaba con frases hechas y mostraba serios problemas para construir eficazmente argumentos mínimamente encadenados que hiciesen comprensibles sus opiniones; incurría en constantes contradicciones cuando se trataba de expresar sentimientos y consideraciones personales; y lo que es peor, los asistentes pudieron comprobar que Eichmann no llegó a asimilar bien algunas cuestiones centrales de los cargos que desempeñó como obersturmbannführer, y que ni siquiera conocía el programa de su partido. “El programa del partido carecía de importancia -llegó a afirmar en el juicio-; todos sabíamos lo que significaba ingresar en el partido”.

Definitivamente, Eichmann, aquel dubitativo individuo con dificultades para expresarse con fluidez en su propia lengua, no era el monstruo despiadado que todos los concurrentes habían dibujado en sus mentes. No podía ser que quien estaba acusado de cometer los peores crímenes que jamás habían tenido lugar, no pudiese acabar de leer el ejemplar de Lolita que se le había dado como distracción en su celda por encontrarlo inmoral y repugnante. “Es un libro malsano por completo”.

Estaba claro por tanto que Eichmann distaba mucho de ser una persona de inteligencia brillante, aunque tampoco era tonto. Por el puesto que le fue encomendado dentro del régimen, se tuvo que documentar mediante la lectura de algunos importantes volúmenes sobre la cultura judía -como por ejemplo, la valiosa obra del sionista Theodor Herzl Der Judenstaat-, si bien esto lo hizo siempre como una obligación y con vistas a promocionar profesionalmente y a obtener el respeto de sus iguales, y no por la voluntad de comprender mejor la historia del pueblo hebreo. Es un hecho que, si bien la figura de Eichmann se consideró entonces como decisiva dentro del organigrama de la estructura nazi, en realidad su capacidad de mando era más bien limitada, y en muy raras ocasiones tuvo oportunidad de demostrar cualquier clase de poder. Aun así, Eichmann era un auténtico fanfarrón al que le gustaba exagerar el peso de sus decisiones ante cualquiera: “Saltaré dentro de mi tumba alegremente -repitió durante los últimos días de la guerra-, porque el hecho de que tenga sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos me produce una extraordinaria satisfacción”. Por su parte, Arendt nos recuerda que este hombre tampoco había “inventado” el sistema del gueto, como aseguró a algunos, ni había “concebido la idea” de enviar a todos los judíos europeos a Madagascar.

En medio de su ensimismamiento, para Eichmann uno de los momentos más cruciales de su carrera tuvo lugar en enero de 1942, cuando contó con el honor de asistir a la selecta Conferencia de Wannsee en la que se sentaron las bases logísticas para la realización de la Solución Final. Aquel encuentro duró poco más de una hora, y en ese tiempo se discutieron aspectos tan primordiales como el trato que merecerían quienes no fuesen “totalmente” judíos -“¿se les debía matar o bastaba con esterilizarlos?”-, o los métodos que se emplearían para ejecutar a colectivos tan numerosos como los que se estaban estimando. Todo se desarrolló en un ambiente de cordialidad; tras la charla se sirvieron bebidas, se almorzó, y todos los invitados tuvieron finalmente la ocasión de disfrutar de una “agradable reunión social”. A título personal, y de un modo muy particular, parece que Eichmann debió de sentir un regocijo especial al poder sentarse un rato con dos jefes suyos, Reinhard Heydrich y Heinrich Müller, con los que conversó junto a una chimenea encendida, y “esta fue la primera vez que vi a Heydrich beber y fumar”.

Testimonios como este tuvieron a la fuerza que causar el asombro de quienes asistieron al juicio. El acusado no parecía arrepentirse en absoluto de las muertes que se le atribuían, y cuando se trataba de relatar episodios de especial trascendencia, optaba por dejar deslizar anécdotas cotidianas que hacían ver a los circunstantes que sus preocupaciones verdaderas estaban muy lejos de las víctimas que en teoría habrían de pesar sobre su conciencia. Uno de los aciertos más patentes en el trabajo de Arendt radica con toda seguridad precisamente en este punto; puntualiza la autora que cuando la guerra ya se estaba decantando hacia un lado, algunos dirigentes nazis amagaron con un arrepentimiento “interior” que sin embargo no llegaron a manifestar públicamente por las posibles represalias que sufrirían en su entorno. Sin embargo, aquel arrepentimiento verdadero no existió nunca; el mismo Himmler, al mandar desmantelar apresuradamente las instalaciones de los campos de exterminio ante la llegada de las tropas aliadas, creyó ilusamente que los vencedores “sabrían apreciar tan delicado gesto” y que por eso mismo conseguiría desempeñar un importante papel en las negociaciones de paz. “¿Alguno de los acusados habría sentido remordimientos de conciencia, en caso de ganar la guerra?”, se pregunta la autora. Y cuestiones de este calado llevan a entender la auténtica debacle moral a la que se llegó durante aquella época, cuando personas tan corrientes y comunes como Adolf Eichmann, que en otras circunstancias no habrían supuesto un peligro para nadie y que -de forma más que probable- habrían agotado sus propias existencias sin pena ni gloria, decidieron en cambio con plena voluntad y conciencia participar en el exterminio de la humanidad.