A pesar de las dudas considerables que todavía persisten en torno a la composición de ese conjunto fragmentario de textos latinos que bajo el título de Satiricón constituye uno de los más antiguos testimonios existentes en la historia de la novela, es irrebatible que su autor -Petronio, personaje enigmático como poco- terminaría por lograr transmitir con su prosa espontánea el lado más sensual, descarnado (y a ratos vomitivo) de la peculiar sociedad de los tiempos de Nerón.

La historia centra la atención en las andanzas de dos malogrados estudiantes, Eucolpio y Ascilto, una pareja de descerebrados que por pura necesidad se encuentra ante la obligación de deambular por desconocidas poblaciones, de habitar ruinosas pensiones, y de recurrir, con nulo talento, a la venta de productos robados una vez cae el sol por la tarde tras los pórticos del foro. Como cualidad destacable, debe añadirse que ambos se mueven principalmente por sus impulsos sexuales; solo piensan en satisfacer toda clase de apetitos animales, y eso les lleva a pretender colarse en orgías y banquetes de los cuales parece que no siempre salen bien parados. Es tanta su lascivia, de hecho, que su propia amistad queda en entredicho cuando cada uno por su parte trata de apropiarse en exclusividad de los favores de un adolescente de nombre Gitón, dulce y de rizos dorados, con el que los dos se acuestan siempre que pueden. Las escenas de cama se reproducen, de una u otra forma, a cada momento; y no siempre se trata de relaciones consentidas, y ni siquiera tolerables, si nos atenemos a nuestra propia sensibilidad: en uno de los primeros episodios, por ejemplo, Eucolpio es drogado y violado por un hombre asqueroso al que le chorrea la acacia del pelo sobre el maquillaje cuarteado de sus mejillas, y Gitón es después forzado para que desvirgue a una niña de siete años mientras es jaleado por un corro de observadores obscenos.

Podría decirse que nos encontramos entonces ante una obra excepcional que trata con humor y voluntad distorsionadora el absoluto abandono de todo un conjunto social en los placeres estrictamente “temporales”, así como su patente desprecio por lo trascendental y lo profundo. Ese afán tan desproporcionado por el hedonismo permanente que manifiestan los personajes, por otra parte, logra arrastrar al lector a momentos de extenuación y aborrecimiento -hasta ese punto son explícitos los lances eróticos que se relatan-, si bien es cierto que todos y cada uno de los sucesos plasmados cuentan en definitiva con un evidente interés estético (bien aprovechado como se sabe por Federico Fellini en su versión cinematográfica de 1969). A pesar de lo dicho, cuando se piensa en el Satiricón, el episodio que sobresale sin ninguna duda tanto por su calidad narrativa como por el alto grado de detalle que proporciona sobre las desviadas costumbres de esta ciudadanía pompeyana, es el que relata lo ocurrido durante la cena de Trimalquión. Aquí, los tres protagonistas logran acceder al palacio de este riquísimo hombre de negocios en el que se está celebrando una comilona, y con sus propios ojos son testigos de los excesos y de las grotescas extravagancias que en tales circunstancias las élites imperiales llegan a realizar.

Deambulando por los primeros corredores, enseguida ven grupos de fornidos hombres jugando a la pelota. Todos sudaban mucho, y cuando entre ellos Trimalquión hizo chasquear los dedos, rápidamente apareció un eunuco con un orinal que el anfitrión utilizó delante de todo el mundo para a continuación lavarse las manos y secárselas en el pelo del tipo de al lado. Bajo el dintel de la puerta del comedor, el portero se entretenía limpiando guisantes en una bandeja de plata, así que los jóvenes infiltrados tuvieron oportunidad de fijarse en las pinturas que decoraban la estancia: un mercado de esclavos, un perro enorme sobre el que se distinguía una cartela con el mensaje “Ojo al perro”, y la representación del mismo propietario -que, a diferencia del auténtico, tenía pelo- entrando en Roma acompañado por Minerva. “Por fin tomamos asiento, pues, mientras unos esclavos de Alejandría nos vertían agua de nieve a las manos y a continuación otros, colocándose a los pies, nos recortaron las uñas con gran destreza. Y ni siquiera en este menester tan molesto estaban callados, antes bien cantaban sin tregua”. Comenzaron a correr el vino y los aperitivos. Las conversaciones versaban sobre los mejores espectáculos de gladiadores programados últimamente, sobre las malas prácticas de los políticos, o incluso sobre la muerte, tema del que Trimalquión, en medio de su borrachera, halló fuerzas para bromear: “Pues si sabemos que hemos de morir, ¿por qué no vivir?”.

Las viandas servidas no eran comida tan solo, sino un elemento fundamental del espectáculo. El primer plato principal consistió en un rollizo jabalí con un gorro rojo de liberto en la cabeza y con espuertas repletas de dátiles egipcios colgando de los colmillos. Cuando el cocinero comenzó a trincharlo, de los cortes escaparon decenas de tordos volando. Más tarde, unos esclavos metieron tres cerdos vivos en la habitación. “¿Cuál de estos queréis que se prepare inmediatamente para la cena?”, preguntó Trimalquión a los invitados, y al cabo de unos minutos el animal escogido fue presentado, ya cocinado, sobre la mesa principal (de su interior, en esta ocasión, se desprendieron salchichas y butifarras). Unos actores representaron parte de la Ilíada recitando los versos en griego, y quien interpretaba a Áyax cortaba y servía la carne con su espada. De repente el gran salón empezó a temblar, y cuando todos comenzaron a asustarse cayó del techo un aro gigantesco de cuyo perímetro colgaban frascos de perfume de regalo para los invitados. Después, conforme el vino con miel se seguía consumiendo, la gente pasó a actuar de un modo más frenético. Surgieron peleas y discusiones entre los comensales, dos perros se enfrentaron entre los platos destrozándolo todo, y por si esto fuera poco, Trimalquión no resistió por más tiempo su atracción hacia uno de sus esclavos favoritos y arremetió con besos y tocamientos que enfurecieron a su mujer.

Tanto Eucolpio como sus amigos trataron de escapar de la casa al ver que ya amanecía y que no por ello el grupo dejaba de bailar por los baños y las otras habitaciones esperando que el siguiente plato se sirviese en cualquier parte, tal vez en una piscina. Cantó el galló y Trimalquión mandó matarlo y cocinarlo para sus invitados. “Que le den por culo a todo y comamos hasta la luz del amanecer”. Era la degradación de la fiesta, el más obcecado empeño por agotar el tiempo de la vida disfrutando y complaciendo los requerimientos inmediatos de cada uno; y todo ello bajo la creencia de que la diosa Fortuna, de así desearlo, podría hacer cambiar la suerte de cualquiera con un giro brusco de su rueda o con un ligero meneo de la cornucopia (“No conviene mucho creer en nuestros proyectos, porque la Fortuna tiene sus propios planes”). Pero esa forma de pensar, que venía a justificar el exceso y el salvajismo, estaba dando al traste irremediablemente con todo lo que alguna vez en la historia había tenido valor, o incluso sentido. En otro de los momentos importantes de la novela, Eucolpio, que vaga triste porque Gitón ha preferido las caricias de Ascilto a las suyas propias, acaba entrando en una curiosa pinacoteca, y allí se le presenta Eumolpo, un viejo poeta que lucha sin demasiadas esperanzas contra el olvido de la cultura y de la inteligencia. “¿Por qué -me dirás- vas tan mal vestido?”, le pregunta el intelectual al joven. “Pues por eso mismo: el amor al talento nunca hizo rico a nadie […] No te extrañes, pues, de que haya muerto la pintura, ya que a todos les parece más bonito un lingote de oro que cuanto hicieron Apeles y Fidias, esos pobres griegos alucinados”.