Ante la continuada aparición de mujeres muertas en calles desiertas y descampados, las autoridades locales del estado de Chihuahua, forzadas por la monumental alarma social que se había generado, tomaron la determinación a mediados de la década de los 90 de dar caza al supuesto asesino en serie responsable de los delitos de feminicidio en Ciudad Juárez. En principio se trató de convencer a la opinión pública de que todo se debía a la locura despiadada de un único criminal o grupo de criminales; y es que al parecer podían detectarse reveladores puntos en común en muchos de los casos, siendo las víctimas muy jóvenes, de constitución delgada, y presentando además en sus cuerpos marcas pintadas o grabadas a cuchillo que pudieron relacionarse tal vez con la celebración de alguna clase de ritual satánico.

Dada la pasividad policial a la hora de presentar hipótesis y pistas fiables, tanto los familiares afectados como los activistas que ya empezaron a manifestarse, acabaron por comunicar sus sospechas por un individuo, Alejandro Máynez, el hijo del propietario de un popular local de la ciudad donde comúnmente se reunían los traficantes de droga. Sin embargo, ni los agentes responsables ni los mandos judiciales del momento quisieron estimar estas sospechas, y quien finalmente acabó en la cárcel fue otra persona, un químico egipcio llamado Sharif, que contaba con importantes antecedentes penales en los Estados Unidos. La prensa no tardó en hacerse eco de la detención, y aunque a este hombre solo se le consiguió inculpar de la perpetración del asesinato de una chica de 17 años, no fueron pocos los que creyeron por aquel entonces que las jóvenes juarenses ya no tenían de qué temer.

Pero pronto se vio que el problema no estaba para nada resuelto. Los feminicidios continuaban como antes -con el supuesto culpable ya entre rejas-, y de nuevo fue necesario encontrar algún que otro asesino. En esta ocasión, los acusados eran seis miembros de una pandilla llamada Los Rebeldes, quienes, según se aseguró, actuaron a las órdenes de Sharif desde la cárcel para conseguir su exculpación. Posteriormente, una vez se constató que los últimos encarcelamientos tampoco habían acabado con la oleada de asesinatos, los siguientes detenidos imputados por sucesivos cargos de la misma índole serían dos camioneros de la banda de Los Toltecas. Y en fin, tras el arresto de estos individuos -y tal y como se podía prever- continuarían apareciendo una y otra vez cuerpos de jóvenes brutalmente asesinadas en arenales, zanjas, ladrilleras, campos desiertos, o incluso en zonas pobladas.

El diario mexicano Hoy publicaba este último 8 de marzo de 2019 la noticia del descubrimiento del cadáver de otra chica en un cruce de calles -“entre basura y escombro”-, conservando su ropa puesta y con una chamarra enrollada en la cabeza. Dos días después, una mujer de mediana edad fue encontrada en el asiento del copiloto de una camioneta con un disparo en la cabeza. Son estos dos de los últimos casos de feminicidio que han ocurrido en Ciudad Juárez, cuando a día de hoy y después de tantos años, los múltiples autores reales de estos crímenes han salido impunes y han actuado a sabiendas de que jamás llegarían a ser detenidos. Arturo González Rascón, que en el pasado fue procurador del Estado de Chihuahua, afirmó en una ocasión que “Hay lamentablemente mujeres que por sus condiciones de vida, los lugares donde realizan sus actividades… están en riesgo; porque sería muy difícil que alguien que saliera a las calles cuando está lloviendo, pues sería muy difícil que no se mojara”. Era esa una manera de asumir la imposibilidad de detener las imparables oleadas de feminicidios en la región, y de paso de culpabilizar a todas aquellas mujeres que, por su cuenta y riesgo, se habían atrevido a salir a la calle a determinadas horas, o a frecuentar determinados lugares vestidas de una forma concreta.

En realidad, cabría la posibilidad de pensar que Ciudad Juárez se ha convertido, como otros lugares del mundo, en una ciudad totalmente perdida. La antropóloga argentina Rita Segato decía en su obra La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas (2013) que Juárez es “la frontera entre el exceso y la falta, Norte y Sur, Marte y la Tierra, no es un lugar alegre. Abriga muchos llantos, muchos terrores”. Colindante con el territorio estadounidense, pues solamente el río Bravo la separa de la urbe tejana de El Paso, Ciudad Juárez comenzó a granjearse su fama de “ciudad más inmoral y perversa” a principios del siglo XX, cuando en el contexto de la ley seca fue utilizada indiscriminadamente por los gánsteres para establecer allí sus grandes negocios del alcohol y la prostitución. Los asesinatos y los robos se hicieron cosa frecuente, y en la década de los 40, algunos de sus principales clubes nocturnos llegaron a su máximo apogeo. Ese es posiblemente el verdadero inicio del lucrativo negocio del narcotráfico en la zona, que los expertos asumen como un elemento integrado en el propio estado y que ha acabado siendo fundamental para la economía tanto mexicana como estadounidense. La activista por los derechos de la mujer Esther Chávez Cano afirmó que Ciudad Juárez “es una ciudad que ya pertenece a los delincuentes, y nosotras queremos recuperarla para nuestras familias, para nosotras mismas”.

La siguiente maldición cayó en estas tierras fronterizas en torno al año 1965. En este momento, encontrándose el país inmerso en una grave crisis, se aceptó la instalación de las primeras "maquiladoras", unas fábricas soportadas con capital extranjero que en lo básico se encargaban de producir elementos de consumo diario -desde prendas de vestir a electrodomésticos- destinados principalmente al mercado de Estados Unidos. La ciudad creció entonces a pasos agigantados, se abrió el gran bulevar Abraham Lincoln, se construyó el Hotel Camino Real, y hasta se hizo un Museo de Arte y de Historia. Conforme el número de maquiladoras crecía, más y más gentes procedentes del campo (muchos de ellos braceros que hasta entonces habían trabajado temporalmente en las cosechas del país vecino) recalaban en la ciudad y pasaban a poblar los nuevos barrios de chabolas que se creaban de un día para otro carentes de cualquier planificación urbanística. Muchas mujeres vieron en la maquila una oportunidad para encontrar un trabajo que les permitiese ayudar a sus familias, aun cuando el sueldo ridículo que se obtenía en esos puestos de ningún modo les permitiría sustentarse a ellas mismas con las mínimas garantías.

Esta tendencia llegó a expandirse más en 1994, año en el que se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre Estados Unidos, Canadá y México. A partir de entonces la producción industrial se multiplicó exponencialmente, convirtiendo a la urbe en un pleno centro manufacturero (actualmente, casi la mitad de la población juarense trabaja en una fábrica maquila), y atrayendo a un número mayor de mujeres con el sueño de obtener su emancipación económica. Sin embargo, y tal y como aseguraba la activista Judith Galarza en el documental de Lourdes Portillo, Missing Young Woman (Señorita extraviada) del año 2001, estas fábricas acabaron estando dominadas por un peligroso sesgo patriarcal, llegándose a seleccionar a las trabajadoras por sus cualidades físicas (se las fotografiaba de cuerpo entero en el proceso de selección).

Son muchas las jóvenes de la maquila que han desaparecido a la salida del trabajo. La cámara de vigilancia de la entrada de la fábrica las ve entrar, y horas más tarde, salir, pero una vez la figura de la joven comienza a andar por esos caminos difusos llenos de polvo, ya nadie vuelve a saber de ella, ni siquiera la policía.