Aragón suma casi 48.000 kilómetros cuadrados y tiene una población que supera los 1,3 millones de habitantes, pero solo tiene 28 personas por kilómetro cuadrado. Su tasa de paro es del 10,5%, según la última Encuesta de Población Activa (EPA), tres puntos y medio por debajo de la media nacional y el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita de la comunidad ronda los 27.403 euros, lo que la sitúa como la quinta con mayor calidad de vida. En definitiva, la riqueza global de la región supera los 36.000 millones, ocupando así en el décimo lugar del ránking en España. ¿Permiten estos datos estar satisfechos? Dependerá del prisma desde el que se analice esta realidad.

De lo que nadie duda es de que Aragón tiene por delante grandes retos y oportunidades, pero también se enfrenta al riesgo de acomodarse en su particular zona de confort, un estado mental en que se permanece pasivo ante los sucesos que experimenta un individuo (en este caso una comunidad autónoma) a lo largo de su vida. Y no hay nada más peligroso que eso en un momento tan decisivo como el actual. El cambio del modelo energético y la resolución de la crisis de la minería en Andorra, el nuevo escenario político -que pivotará en los consensos-, la electrificación del sector del automóvil, la metamorfosis del mercado laboral, la nueva era del conocimiento -en la que la formación y la retención del talento serán claves- y la supervivencia del estado de bienestar son solo algunas de las piezas de un puzzle cada vez más complejo.

Pero la tarea más importante y también la más ardua será la de trasladar la riqueza regional a sus habitantes y al conjunto de la comunidad. Porque un yermo es un territorio sin futuro. Zaragoza se ha convertido en un imán que acapara lo que el resto de la comunidad ansía. Este factor en sí es positivo si se sabe gestionar de forma correcta. Para ello se han de articular políticas públicas que alienten la esperanza del Aragón más despoblado, de forma que esa riqueza se irradie a otras partes de la comunidad como una mancha de aceite.

Algunos pasos ya se están dando. Descentralizar la formación y llevarla a otras comarcas (algo que se ha impulsado en asuntos como la formación profesional) es uno de los caminos, ya que evitaría que los jóvenes de zonas como La Almunia, Calatayud, Fraga, Teruel, Tarazona y muchos otros municipios tengan que marchar, no solo hacia Zaragoza sino también a comunidades limítrofes como Cataluña, Navarra, La Rioja y Valencia para iniciar un proyecto vital. La fiscalidad, algo tan cacareado en las campañas electorales en las generales y, ahora, las autonómicas y municipales, también se vislumbra como una herramienta decisiva para ello.

Otro de los mecanismos que puede injertar futuro a otras zonas de Aragón y, por tanto empleo y población, es el aprovechamiento de los nuevos nichos de actividad.

El grupo Sphere anunció recientemente la creación de un complejo de economía circular en Pedrola con 38 millones de inversión, mientras que la empresa Dana Reciclajes levantará una planta e en Gurrea de Gállego en la que trabajarán más de 300 personas. Hay más ejemplos en renovables y agroalimentación, otros de los sectores llamados a dar aliento a el Aragón vacío.

Más consensos

Pero si hay un factor del que depende la correcta aplicación de las medidas para que Aragón irrumpa con vigor en los próximos años, este será el consenso. No será fácil articular (al menos así lo parece) un gobierno estable en la comunidad. Pero conviene. No será sencilla una interlocución fluida y correspondida con Madrid. Pero habrá que apostar por ello. Y no se puede dar por hecho que la relación entre la DGA y los ayuntamientos de las principales ciudades aragonesas vaya a ser una balsa de aceite. Pero habrá que intentarlo.

El consenso es una obligación. La colaboración público-privada, la paz social, la estabilidad, un mayor dinamismo de los sindicatos y el trabajo responsable de los empresarios hacia la sociedad han de aparecer como elementos diferenciadores de la comunidad. Eso y dejar la zona de confort, aunque cueste.