Siempre me ha gustado viajar en tren. Es algo que recuerdo haber hecho desde bien pequeña, primero con mis padres, para visitar a mis abuelos en Tarragona. Después sola, para ir a la facultad a Salamanca desde Zaragoza. Es sin duda de estas casi 8h de tren que guardo historias y anécdotas memorables que podrían alimentar un libro o creo que hasta una serie de tv.

Fue viajando en tren donde fui consciente de esa sensación de “interconectividad” que tiñe actualmente mi mirada. Siempre digo que todo está conectado. Y cuando lo digo, me refiero a una conexión temporal (quien es capaz de imaginar de hasta dónde llegarán las consecuencias de lo que hacemos - o no hacemos- hoy....; o quien hubiera imaginado que “aquello” que pasó hace tiempo tendría consecuencias en el futuro....ahora presente...) y también a una conexión espacial. Es precisamente éste el tipo de conexión que aprendí en los trenes.

He dudado mucho en escribir esta columna porque la anterior fue de aeropuertos y de aviones. Por eso, pensé que escribir ahora de trenes sería demasiado previsible y muy poco creativo. Y creo que por eso he tardado un poco más de lo habitual. Pero es que siento que yo no elijo de lo que escribo. Siento que las palabras salen sin saber que las tenía dentro. En realidad, yo querría hablar no tanto de trenes cómo de paisajes. De lo que dejamos atrás. De lo que ya no vuelve, y los trenes me sirven porque viajan en una única dirección, en una especie de línea recta transversal, que une dos puntos, pero que no siempre puede retroceder. Digamos que un tren no es tan ágil como un coche para “dar marcha atrás”, y este el punto que pone mi corazón en un puño, ya que las cosas importantes de la vida no tienen marcha atrás.

Me recuerdo de jovencita viajando en tren ensimismada mirando por la ventana. Y me recuerdo fascinada por aquellos trenes que bien al llegar o al salir atraviesan la ciudad. Mi ventana privilegiada me permitía ver la ropa tendida en una ventana; un niño jugando en su habitación, o un joven estudiante haciendo sus deberes. Un perro esperando a sus dueños en el balcón. Un cartero llamando al timbre. Y la gran pregunta que surgía en mi cabeza: “Viven en la misma línea recta. Pero, ¿Se conocen?”... Y esa línea “recta” atravesaba un país entero. Y esa línea “recta” unía existencias que no sabían que lo estaban. Y esa línea “recta” tenía un único sentido: hacia delante. Porque por alguna razón, los trenes de ida no transcurren por los mismos caminos que los de vuelta.

Esa certeza me obligaba a estar atenta para no perderme nada, y hoy, unos cuantos años después, me doy cuenta de que aunque viaje menos en tren (y cuando lo hago es en un tren de alta velocidad que ya no atraviesa ciudades) vivo con la misma mirada. Con la conciencia de que todo es y que nada vuelve.

La conciencia en que la vida es un atravesar paisajes que ahora lo son todo, y que mañana no serán. El “tren” avanza, y las personas, los momentos vividos con esas personas se quedan en el lugar donde el acceso “marcha atrás” ya no está permitido. Donde ya nada será igual, y donde la posibilidad de volver a ellas implica un nuevo tren, un nuevo viaje. La buena noticia, es que siempre habrá un paisaje. Sin duda diferente. Dejaremos atrás las montañas y nuestro “tren” transcurrirá por un valle. Transitaremos al lado de la orilla del mar, o quizás atravesemos el interior de un país. Del mismo modo, habrá personas que ya no formen parte de nuestras vidas. Lo habrán decidido ellas, o quizás tu, pero se quedarán “atrás”, al lugar de lo que fue y ya no será. Se quedarán jugando en aquella habitación que viste desde el tren, mientras tu continuas tu fascinante viaje hacia delante.

Esa es la cuestión: Las cosas importantes de la vida no tienen marcha atrás. Afortunadamente, lo bueno nos espera siempre “delante”.