Año 1974. Estoy en mi clase de 1º de EGB en el colegio de 'El Salvador'. Mientras rezamos de pie, la bata que sostengo en mi mano izquierda se cae al suelo. Me agacho para recogerla y al levantar mi cabeza golpeo la coronilla contra la esquina de mi pupitre. Nadie se ha dado cuenta y continúo rezando. Me pica la zona en la que me he golpeado y la palpo suavemente con la mano. Cuando la retiro y la miro, descubro algo de sangre sobre la palma. Al acabar las oraciones me acerco a la profesora y le enseño la sangre. Me inspecciona la cabeza y observa una pequeña brecha. Luego se levanta y me acompaña a la enfermería. Allí me lavan la herida y me ponen una grapa. Llaman a mi madre y le dicen que me he hecho una cuquera. Me hace gracia la palabra. Yo me siento muy bien y además mi madre va a venir a buscarme para llevarme a casa.

No tarda en llegar. ¿Qué tal estás, Iñiguín? Bien, mamina. Me coge de la mano y salimos del colegio. Cuando enfilamos el Paseo de Isabel la Católica, a la altura de la 'Casa Grande', me dice: '¿Qué tal vas, cariño?, hace un día espléndido, ¿te apetece que volvamos a casa caminando? Y si quieres, a mitad de camino, te compro un pastelín, el que más te apetezca'. Por supuesto le digo que sí. Aprieto su mano con fuerza y encaminamos nuestros pasos hacia el Paseo de Fernando el Católico. Somos dos seres felices. Mi madre, tan guapa, tan fuerte, tan alegre. Yo aferrado a su mano, el niño más seguro del mundo. Nos acaricia el sol. Fluye el amor de madre, y también el de un niño henchido de cariño, carente de angustia y de temor. Las personas con las que nos vamos cruzando me sonríen. Deben advertir mi rostro iluminado, lleno de orgullo y de dignidad. ¡Ésta es mi madre, la mejor del mundo!

Llegamos a la pastelería Juma y cumple su promesa. He elegido un merengue de café, y hago una mueca de desaprobación cuando mi madre da un lametazo al dulce. Entonces ríe sin parar al observar mi gesto de contrariedad. Ella siempre ríe como una niña pequeña, y me contagia, y aprieto más su mano, y la adoro, la venero. Casi me hace ir detrás de ella pues avanza con firmeza, con energía. Salta, corre, juega… Gran Vía, Paseo de la Constitución, nuestra casa.

Han pasado más de cuarenta años y mis padres viven. Me siento en el sofá junto a ellos y doy gracias a Dios por tenerlos todavía junto a mí. Pero cuando me acuesto por las noches siempre pienso: “¡Dios mío, existe! Quiero subir a tu cielo y ser niño de nuevo, y ver a mi madre joven fuerte y alegre. Quiero volver a cogerla de la mano y volver a recorrer con ella el paseo de la alegría.