Sentado en torno a la mesa de mármol del antiguo Café, converso con la joven ilustradora acerca de los dibujos de mi próximo libro de cuentos de Navidad. Aparte de su juventud, la talentosa artista emana dulzura, inocencia y discreción. Es muy tímida y, en ocasiones, rehúye mi mirada posando los ojos en la taza de su café. Me acaba de entregar los primeros tres dibujos. Estoy encantado. Uno de ellos casi me hace llorar. Se trata de una niña abrazada al cuello de un enorme perro. La ilustradora ha impregnado de ternura la escena; sólo ha necesitado de unos sutiles trazos en los rostros de ambos protagonistas para conseguirlo. El perro sonríe como lo haría un padre protector. La niña, con los ojos cerrados, se aferra al animal en busca de seguridad y refugio. Se expande el calor por el frío mármol donde reposan los tres dibujos. La ilustradora y yo seguimos conversando llenos de ingenuidad, entusiasmo e ilusión por el proyecto que acabamos de empezar.

Mientras tanto, a escasos metros de donde estamos sentados, un grupo de sesentones babea mientras se pasan un móvil de una mano a otra. Babean y ríen estentóreamente porque en la pantalla salen “tías en pelotas”. Da cierta pena verlos. Si no existiesen los móviles, ¿se pasarían revistas porno a escondidas?

Salimos del café a la intemperie otoñal. Mi joven amiga se retira hacia el Coso bajo. Yo voy en dirección contraria. Quiero tomar el tranvía en Plaza de España. Comienza a llover y cambio de parecer. La lluvia es fina y me apetece sentirla en mi rostro, en mi espalda, sobre mi cabello. Camino por el exterior de los soportales del Paseo de la Independencia. Avanzo despreocupado y feliz con las manos en los bolsillos y respirando el aire fresco que ofrece la noche y la lluvia. Ante mí se extiende la noble avenida húmeda y semivacía. Faroles de cuento dickensiano la iluminan y protegen. Kioscos del pasado y árboles atemporales permanecen en ella anclados, obstinados en su tozudez de no abandonarla jamás.

Al llegar a la Plaza de Aragón la lluvia arrecia y no me queda otra que tomar el tranvía. Viene a rebosar y, entre empujones y codazos, termino con el esófago incrustado en la máquina de validar. Durante el trayecto (menos mal que es corto) me pisotean media docena de veces, me golpean en la cara varias mochilas y escucho unas dieciséis conversaciones de móvil. Salgo del tranvía como un león enfurecido. Sigue lloviendo. El resto del trayecto hasta mi casa también lo hago bajo la lluvia. Pero ésta ha perdido todo romanticismo. Ahora me molesta, camino muy acelerado y maldiciendo a la gente del tranvía.

Llego a casa, me cambio de ropa y me sirvo una cerveza. Me siento en el sofá y enciendo la tele. Una hora después llega mi mujer. Aparece sonriente en el salón a pesar de su dura jornada de trabajo. Me da un beso y me pregunta qué tal ha ido la tarde. Le explico preferentemente mi odisea en el tranvía y me voy encendiendo por momentos. Ella trata de calmarme, y yo dale que te pego con la matraca del tranvía. ¡Hasta me ofendo y todo por comentarios que hace! Me he levantado; he ido al dormitorio y luego a la cocina, murmurando y sintiéndome incomprendido. Vuelvo a asomarme al salón y allí sigue mi mujer. Tan bonita, tan dulce, tan cansada. Ni siquiera la invité a sentarse junto a mí en el sofá. No le ofrecí un sillón para que estuviese cómoda. Me acerco por detrás y le acaricio la nuca. No soy un león enfurecido, soy un burro de tomo y lomo.