No hace muchos años, en plena crisis, había una frase machacona que todavía sigue grabada en la sociedad: «Es mejor tener un mal empleo que no tenerlo». Esta afirmación (cuestionable, por otra parte) aún se escucha en la calle, a pesar de que han transcurrido cinco años desde que España dejó atrás una larga travesía por el desierto que parecía no tener fin.

La sufrieron peones, cajeras, camareros, periodistas, abogados, ingenieros, estudiantes recién licenciados, interinos, dependientas, pensionistas, cualificados con máster, idiomas y varios postgrados, pero también trabajadores sin apenas estudios, constructores, empresarios y un largo etcétera. Fueron las víctimas de una recesión que comenzó en el 2009 y que dejó las huchas vacías de los hogares y de los Estados.

Todos ellos tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias, reinventarse, aguantar, resistir, hacerse emprendedores, prepararse una oposición, pedir ayuda a la familia, capitalizar el paro para ir tirando, emigrar a otro país, abrir un negocio y cerrar una etapa. Hoy, los que conforman el infinito mosaico del mercado laboral viven con inquietud lo que se anuncia como una nueva crisis. ¿Y ahora qué?, se preguntan.

Nadie conoce qué efectos tendrá la desaceleración de la economía, pero muchos se temen lo peor. Otros, en cambio, consideran que la nueva situación puede abrir la puerta a nuevas oportunidades en sectores como las nuevas tecnologías, la electromovilidad, las energías renovables… El problema es que muchos de los que ya se han desenganchado (o casi) del mercado de trabajo, no tendrán la mínima opción de aprovechar el cambio de paradigma.

Son las víctimas más visibles del nuevo mercado laboral, entre los que figuran parados de larga duración o aquellos que no han sido capaces de mantener su empleo más de tres meses o más de tres semanas. Y viven (o malviven) al día, sin más pretensión que salir adelante. Pero, además, la crisis dejó también otras víctimas, estas más invisibles, que no aparecen en las estadísticas, pero que están ahí.

Un estudio de la Universidad de Granada, en el que se analizan los cambios en el mercado laboral en los años más duros de la crisis, concluye que el paro, la precariedad y las rentas bajas tienen un impacto muy negativo en la salud de la población. Quizá vivamos muchos años, pero otra cosa es cómo se vivirán.

El informe, que fue publicado por la revista Quality of Life Research, apunta que la situación del mercado laboral ha hecho que la probabilidad de sufrir una peor salud percibida (concepto vinculado a un mayor riesgo de enfermedad) ha crecido en los últimos años. Dicho de otra forma, las condiciones de trabajo explican, en muchos casos, los problemas sanitarios de un trabajador.

El artículo también destaca que el gasto en servicios públicos (sanidad, educación y protección social, -competencias transferidas a las autonomías-) serían «insuficientes» para corregir este deterioro de la salud.

Hora de actuar

El informe debería ser tenido en cuenta por el Gobierno de Aragón, de modo que se puedan articular medidas para que las víctimas del mercado laboral dejen de serlo. En los últimos años no hemos dejado de escuchar al Ejecutivo de Lambán decir que el gran reto de Aragón es mejorar la calidad del empleo. Pues ya es hora de pasar a la acción.

El nuevo pacto de diálogo social en la comunidad, firmado hace apenas unas semanas por el Gobierno de Aragón, empresarios y sindicatos debería servir, de una vez por todas, para acometer con valentía esta asignatura pendiente. Lo mínimo es exigir la aplicación de mecanismos (porque los hay) para evitar la precariedad en el trabajo. Otra cosa serán los resultados, pero no intentarlo sería el fracaso sin paliativos de un acuerdo del que se habla mucho, pero del que se esperan más y mejores resultados.