La Diputación General de Aragón a través de su Dirección General de Salud Pública y Consumo, ha emprendido una campaña orientada a reducir en lo posible la ludopatía en nuestra comunidad. Cuyas cifras, simplemente, aterran.

Según las más recientes estadísticas, la población ludópata aragonesa asciende nada menos que a 120.000 individuos, es decir, que afecta al 10% de nuestra demografía. Algo impensable hace sólo unos pocos años, pero a lo que hay que enfrentarse ahora como a un hecho real, social, o como a una amenaza real.

El Gobierno aragonés combatirá esta lacra mediante la emisión masiva de soportes informativos en los que se recordará el riesgo de una actividad lúdica en apariencia inofensiva, pero cuyos peligros encubiertos acaban por afectar gravemente al equilibrio de la personalidad del individuo, a la estabilidad familiar y, a menudo, a la economía individual o doméstica.

Fue Dostoievski, insuperablemente, quien fijó para siempre la psicología del ludópata en su famosa novela El jugador , pero desde entonces ha corrido mucho tiempo, y el negocio del juego se ha diversificado hasta extremos casi inabarcables. Permanecen, es cierto, los reflejos y hábitos mentales que la atracción del tapete o del naipe provocan sobre determinadas personalidades, pero el vehículo de su adicción varía con el lugar y la época.

Tenemos, por ejemplo, esas máquinas tragaperras, auténticos casinos rodantes, instaladas en todos los bares, en todas las cafeterías, en cualquier lugar cerrado y de ocio. No las he utilizado nunca, porque la sola vista de sus iconos me causa una inexplicable depresión, pero todos hemos visto en alguna ocasión a un jugador compulsivo, con un puñado de monedas en la mano libre, probando la suerte mientras consume su café.

En un breve rato, cualquiera de esos jugadores puede perder una cantidad de cierta importancia. Quizá gane, es verdad, pero esas ganancias, indefectiblemente, y según lo demuestran los estudios estadísticos, van a parar al mismo lugar, a la misma ranura por la que salieron. Estas máquinas, en número de cientos, de miles, están al alcance de cualquiera; para usarlas no hay que pagar entrada, ni desplazarse a un centro autorizado, a un casino, a un bingo, o a uno de esos locales de juego que parecen futbolines para mayores y que empiezan a extenderse como una nueva y peligrosa lacra. Están ahí.

Nuestra sociedad, en su inmensa hipocresía, permite la práctica de estas y otras actividades que generan pingües beneficios al Estado, vía retención de impuestos.

Ningún gobierno se plantearía erradicar el juego, los bingos, los casinos, las máquinas tragaperras, como elementos nocivos o adictivos, tal vez corruptores, de la misma manera que los políticos no se plantean hace mucho tiempo sino una ambigua relación frente al ejercicio de la prostitución.

El Estado del Bienestar permite, tolera, incluso ampara la explotación del juego, pero debe después cargar y sanear a sus víctimas.

¿No sería más fácil eliminar la causa que tratar de paliar sus efectos?

*Escritor y periodista