La Autoridad Nacional Palestina (ANP) atraviesa por su peor crisis desde que su presidente, Yasir Arafat, regresó del exilio, hace 10 años, para construir una autonomía como paso previo en la creación de un Estado. Este propósito ha sido devorado no sólo por la estrategia israelí de acoso y derribo de la ANP, sino por la actuación de Arafat y sus acólitos, más proclives a la corrupción y la tolerancia de las bandas armadas que a la creación de genuinas instituciones estatales. Todo empeoró tras el fracaso de la negociación en Camp David y el estallido de la segunda intifada en el 2000, tras lo que Arafat quedó emparedado entre la brutalidad de las tropas israelís y la irresponsabilidad de las milicias que desafían su autoridad y rechazan la desmilitarización del levantamiento.

Cuando Sharon y EEUU confinaron a Arafat con el pretexto de su incapacidad para controlar la nebulosa de la seguridad palestina, la UE lo defendió porque era un símbolo para el pueblo y un interlocutor insustituible. Pero ahora, el espectro de la guerra civil planea sobre Gaza. Arafat no sólo debe rectificar, sino permitir la autonomía de su primer ministro y romper con la estrategia de la confusión y el terror que sólo multiplica las calamidades de su pueblo.