En las últimas semanas se han publicado docenas de artículos y comentarios a favor y en contra del derecho de las familias a vetar aquellas actividades escolares de tipo moral que puedan ir en contra de la ideología de los padres y madres. Si se analiza esa polémica se comprueba que la mayoría de argumentos empleados, tanto en un sentido como en el contrario son muy sensatos, aunque es cierto que también se han colado algunos tan esperpénticos y absurdos como el utilizado por la ministra de educación cuando afirmó que los hijos no pertenecen a los padres. Si el análisis de esa polémica se ciñe estrictamente al ámbito metafísico y jurídico, creo que no hay duda alguna de que quienes ejercen la patria potestad de un niño poseen plenamente ese derecho. Sin embargo, en una democracia ese derecho, como tantos otros, ha sido cedido a quienes detentan el poder ejecutivo.

¿Quiere ello decir que en una democracia los gobiernos pueden ejercer ese poder delegado de forma absoluta? Es evidente que no. Por ello, en todos los países democráticos existen leyes destinadas a regular la competencia de ambas partes: del derecho de los gobiernos a imponer un currículum obligatorio y del derecho de las familias, bien de forma directa o indirecta, a evitar los excesos gubernamentales. Por lo tanto, en el tema que nos ocupa, lo que hay que hacer es aprobar unas normas jurídicas que satisfagan a las dos partes, después de haber logrado un pacto social por la educación. ¿Por qué me parece fundamental ese pacto social y la aprobación de una legislación que especifique de forma nítida cuáles son las competencias del gobierno y cuáles las de los padres? Porque la historia demuestra que tanto los poderes religiosos como los políticos han utilizado las escuelas para imponer a los niños intereses e inconfesables ideologías; es decir, al sector de la sociedad más vulnerable desde el punto de vista mental y sentimental.

Si se estudia la historia de las instituciones escolares desde el momento en que fue decretada la escolarización obligatoria, rápidamente se percibe que las escuelas no se crearon para satisfacer la curiosidad intelectual de los niños y jóvenes. Su misión más genuina fue doble. Por una parte, dotar a las nuevas generaciones de las competencias que en cada momento histórico demanda el desarrollo industrial, tanto en los regímenes capitalistas como comunistas. Por otra, adoctrinar a los niños y jóvenes para que interioricen la cultura hegemónica de cada sociedad, intentando con ello la cohesión social impuesta por las élites que detentan el poder.

Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, esas dos misiones fueron controladas de manera exclusiva por los poderes religiosos. Sin embargo, esa hegemonía del poder religioso se trastocó con el triunfo de la Revolución francesa a través de la imposición de la escuela laica. Fue entonces cuando los gobiernos tomaron la determinación de ejercer el control de las mentes infantiles mediante la creación de lo que se denominó la escuela popular y que siglo y medio más tarde se transformó en la escuela pública. Desde entonces hasta hoy, la lucha por el control de las voluntades de las nuevas generaciones a través de las escuelas ha pasado por muy diversas vicisitudes. En los regímenes dictatoriales el adoctrinamiento es total por parte del estado. En las modernas democracias sigue estando en manos de los gobiernos, pero contrarrestado por el poder popular.

La contradicción secundaria de la dialéctica entre la escuela y la sociedad radica en discutir quién debe ejercer ese poder de adoctrinamiento de las nuevas generaciones y en cómo ejercerlo. En cambio, la contradicción principal radica en la existencia de dicha potestad. Por eso, lo verdaderamente preocupante es que esta polémica se haya centrado única y exclusivamente en quién y en cómo ejercer ese adoctrinamiento, en lugar de discutir si es aceptable, desde el punto de vista ético, que la escuela tenga la potestad de adoctrinar a las generaciones jóvenes.

A mi modo de ver, el hecho de que tanto los articulistas como los comentaristas se hayan centrado solo en la contradicción secundaria del problema refleja perfectamente el desamparo de la infancia frente al poder político y también, en buena medida, frente a la dejadez de los padres y de las madres. Holt (1977), en su obra titulada El fracaso de la escuela (págs. 72-73), se quejaba de esa dejadez con las siguientes palabras: «La sociedad ha dicho a las escuelas encerrad a nuestros hijos durante seis o más horas al día durante unos ciento ochenta días al año, para que nos dejen tranquilos y para que no nos causen problemas. De pasada, mientras los tenéis encerrados, intentad educarlos. Sin embargo, las dos peticiones son contradictorias y se anulan mutuamente. Las escuelas pueden servir para mantener a los niños presos o para educarlos, pero no para ambas cosas a la vez. Cuanto más se dediquen a una menos se podrán ocupar de la otra».

Personalmente opino que tanto entre los partidarios del veto familiar como entre quienes defienden el poder omnímodo del gobierno hay intereses espurios que nada tienen que ver con la defensa de los derechos básicos de la infancia. Parafraseando a Apple (1996), podría afirmarse que en ambos planteamientos los educandos son considerados como meros consumidores del saber tradicional, enlatado en paquetes curriculares en régimen de franquicias para la generación de beneficios. Según dicho autor, esa forma de entender la educación resulta verdaderamente incapacitante para el desarrollo de la personalidad de los educandos en una sociedad democrática. A aquellos padres y madres que deseen evitar el adoctrinamiento de sus hijos por parte de las instituciones escolares, les recomiendo que estudien en qué consiste el movimiento internacional denominado «la escuela en casa».

*Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza