Los grandes ideales como libertad e igualdad han inspirado y movilizado las energías de amplios sectores sociales en momentos determinados. La Revolución Francesa quizá es el paradigma de unos ideales todavía hoy vigentes, más de 200 años después. El ideal de igualdad permitió eliminar la sociedad estamental e intentó hacer a los franceses ciudadanos libres e iguales, más o menos. Sin duda fue un gran logro. Sucede que el tiempo pasa, las ciencias avanzan, las sociedades se transforman y los ideales genéricos deben de concretarse en algo más o menos medible y evaluable, si no es así, quedan en desideratas vacías. Ya no nos conformamos, con razón, con declaraciones genéricas.

La realidad social hoy es sin duda más compleja. En la división social tradicional entre derecha e izquierda, se acude con frecuencia al argumento de autoridad de Norberto Bobbio, que señala que lo que caracteriza a la izquierda es la apuesta indiscutible por la igualdad. Eso, hoy en día, hay que medirlo y evaluarlo. Hay teorías bien establecidas sobre la materia que inspiran las políticas públicas. Por poner únicamente dos, las teorías libertarias ponen por delante la libertad del individuo y limitan al mínimo la actuación redistributiva del Estado. Inspiran las políticas ultraliberales en los EEUU con los gobiernos republicanos. Las teorías social liberales apoyan la redistribución de la renta y la igualdad de oportunidades y se pueden observar en las políticas socialdemócratas. Pero todavía hay que dar algún paso más para ver el grado de justicia o de equidad que promueven las políticas públicas.

Hay tres momentos en los que debemos fijarnos para observar si promueven o no esos ideales de justicia y equidad. El primero es la predistribución, es decir, qué actuaciones se llevan a cabo para que los individuos puedan alcanzar unas determinadas capacidades (habilidades, formación, conocimientos) que posteriormente les permitan desarrollar la vida que quieren llevar, trabajos dignos e ingresos suficientes. Una predistribución justa, desde la óptica social liberal, debería garantizar la igualdad de oportunidades.

La segunda actuación, en aras de la justicia, es la distribución. Conseguidas unas capacidades, estas se deben traducir en unos empleos de forma que la distribución de la renta en la actividad productiva no presente una descompensación exagerada a favor de las rentas del capital y en contra de las rentas del trabajo. Y finalmente, la tercera fase es la redistribución. Aquí se recoge la intervención pública, a través de impuestos y gasto público, que determinan la renta disponible del individuo. Diseccionar la actuación pública en estos tres niveles ayudaría a evaluar el grado de justicia o de equidad que tienen las políticas públicas y sirve para orientar a los gestores, para rendir cuentas y para exigirlas por la ciudadanía.

Y vamos a algunos casos, sin una pretensión de valorar, en este breve escrito, el grado de equidad de las políticas públicas en España. Para ver la predistribución, les invito a quienes tengan tiempo, a observar el perfil de los chavales que entran a un centro educativo concertado, Salesianos, a eso de las nueve menos cuarto de la mañana. Comparen con el perfil de los chavales, y sus padres, que asisten al colegio público Recarte y Ornat a 25 metros del primero y a otro colegio público en esquina calle Delicias, a 200 metros. Es un botón y no se puede generalizar, pero me cuesta mucho no pensar que ahí se está produciendo una clara desigualdad que tendrá su repercusión en el posterior desarrollo educativo y otros problemas. Una mala predistribución exigirá en un futuro políticas distributivas y redistributivas y probablemente otras actuaciones públicas.

De los menores niveles formativos se derivan para la siguiente fase, menos oportunidades de empleo y peores condiciones laborales y salariales. Aquí, el funcionamiento del mercado de trabajo en España, con unos niveles de desempleo tan elevados, genera un profundo desequilibrio, que se acrecentó en la crisis de 2008 y no se ha recuperado en favor de las rentas del capital. La fase de distribución es claramente desigualitaria como podemos observar. Nuestro tejido productivo es el que es y como dice un conocido, pequeño empresario: «Ni ganamos dinero ni podemos pagar buenos sueldos». Pero es que, en algunas empresas grandes y potentes, tampoco se estiran. Sin duda, son aspectos a tener en cuenta en el funcionamiento de nuestro mercado de trabajo. Finalmente, en la fase de redistribución, el gasto público en España, en general, es fuertemente redistributivo. Una redistribución matizada como recuerda estos días el Fondo Monetario Internacional: el gasto social ayuda poco a las rentas bajas y a los jóvenes. Sin embargo, los impuestos, la imposición real, es claramente regresiva. Sirvan estas breves notas para precisar más esa idea de la igualdad. Como mínimo, tendríamos que preguntarnos como dice Amartya Sen: «igualdad de qué» e «igualdad para qué». H *Universidad de Zaragoza