La despoblación es imparable y se deja notar cada curso escolar, con el descenso del número de niños que llegan a las aulas. Así que los cargos institucionales se devanan los sesos (hasta donde les llega) para hacer algo que frene este desastre y calmar la ansiedad de una opinión pública infantilizada, acostumbrada al victimismo e incapaz de entender los imponderables de esta perra vida.

Bien saben los políticos (algunos de los cuales incluso son capaces de reconocerlo en privado) que nos estamos haciendo trampas al solitario, que el esfuerzo presupuestario para mantener miniescuelas abiertas y construir nuevos hospitales locales o comarcales no sirve para gran cosa, salvo para gastar un dinero que podría y debería tener usos más racionales. Por idéntica regla de tres, el empeño de los expertos cuando señalan que el Aragón vacío (como otras regiones de España) necesita infraestructuras, actividad económica y alicientes fiscales no resulta sincero o no del todo, porque la realidad es muy tozuda: el personal prefiere vivir en la ciudad. Y si Zaragoza no existiera, Aragón tendría que inventársela para no pasar a la más absoluta irrelevancia.

Todo el mundo que quiere saber sabe, por ejemplo, que la instalación de una industria importante en una comarca rural comunicada con la capital por autovía acaba desplazando a dicha capital a la mayor parte de la plantilla. Los empleados prefieren coger cada día el coche y salvar los treinta o cuarenta o más kilómetros... y vivir en un barrio dormitorio de la gran ciudad.

Aragón tiene además zonas muy extensas (sobre todo en la provincia de Zaragoza) inhóspitas y duras, cuyos habitantes las han ido abandonando en una huida sin fin y sin retorno (aunque algunos vuelvan al pueblo para el verano). Visto lo cual, habría que darle la vuelta a la cuestión y pensar de qué manera ese Aragón vacío puede reaprovecharse: semidesierto y abandonado como está, pero con unos recursos naturales que sí podrían dar juego.

¿Nos atreveremos algún día a tocar este asunto a calzón quitado?