Hace un rato que he regresado del huerto donde todos los años por estas fechas reúno a mis amigos con el pretexto de de coger cerezas. Como todos los árboles crecen en silencio, como todos los seres vivos en el reino de los vegetales: aquí, sin moverse del lugar donde envejecen. Que yo sepa las únicas plantas que se mueven son los pies y, con ellos, nuestro cuerpo paso a paso. Lo malo que tenemos nosotros es que vamos por ahí sin saber a donde muchas veces, y sin estar para nadie con frecuencia cuando estamos en casa. Y lo bueno que tienen los cerezos, los míos por supuesto, es que no se mueven y nos citan por estas fechas a los amigos si hay cerezas. Si no las hay no es por su culpa, es siempre y ha sido este año por el tiempo. ¿Qué le vamos a hacer? Ellos nada. Yo en cambio, hablo por ellos y digo a mis amigos que no hay cerezas pero sí cerezos en el huerto. Y que pueden venir a verlos y a vernos. A sentir cómo crecen y envejecen, cómo algunos han muerto ya y otros prometen volver en primavera con cerezas si Dios quiere. Para vernos y encontrarnos al menos nosotros que podemos.

Antes de llegar a casa, le he dicho a mi sobrino que me quedaba en el bar de la esquina. En casa no había nadie, eran las seis de la tarde y quería hacer tiempo leyendo el periódico por hacer algo y tomarme por demás una cerveza. En ese bar había como en tantos otros un televisor en cuya pantalla se proyectaba un evento deportivo de no te lo pierdas -como todos los eventos, no me gusta esa palabra- y unos clientes viendo lo que se proyectaba en directo: un partido entre el Barcelona y el Eibar, iban en el descanso -a la seis de la tarde- 2 a 2. No sé en qué han quedado ni me importa, la verdad. En mi vida, que recuerde, solo he asistido hace muchos años a un partido entre el Real Madrid y el Barcelona, fue para llenar el tiempo de espera que me quedaba hasta salir volando a México en un viaje que hice hasta Cuernavaca. No sé nada de fútbol competitivo a ese nivel o de las ligas, y poco -por no decir nada- de jugar yo con el balón. No obstante, el fenómeno sociológico me atrajo y quise saber lo que se guisaba en ese campo personalmente aunque sólo fuera una vez. Me impresionó el espectáculo global, de los pocos que jugaban y de los muchos que participaban en las gradas y desde la gradas.

A menor escala me ha pasado hoy lo mismo en el bar de la esquina. Sobre todo al ver a los clientes sentados de cara a la pantalla con los ojos abiertos y al escuchar los comentarios en voz baja y en alta voz uno de ellos. Impresionante este, que gritaba como si le oyeran los jugadores que jugaban y para que le oyeran los clientes del bar que le acompañaban. Y hasta alguno como yo, que no entraba en el juego y que sin embargo me sentía aludido. Increpaba al árbitro, pero más a los jugadores de «mierda» que eran al parecer los catalanes o mejor los «charnegos» -decía- que jugaban en el Barça y ni siquiera eran eso: «una caca». Llamaba «hijos de puta» y blasfemaba porque no daban todo de sí los futbolistas que cobraban «millones». «Ya les daría yo, a esos hijos de ...» y a los «sinvergüenzas» que les pagaban lo mismo.

No era la primera vez que oía los comentarios, los insultos, los improperios, los gritos y las barbaridades de aquel cascarrabias que se puso a tres metros de la pantalla, en el centro del bar, como hacía de costumbre. Y al llegar a casa pensé en los cerezos que crecen en silencio, que se dejan escuchar sin decir nada, y en el viejo destemplado que se deja oír aunque no quieras sin que puedas escucharle ni valga la pena. Preferí lo primero, por supuesto, y más aún hablar con los amigos en el huerto o sentados alrededor de una mesa o paseando. Preferí compartir el pan y la palabra, compañeros. El camino y la vianda, que no solo se vive de pan. Y si no hay pan, compartir al menos la palabra. Pero más que hablar sobre un tema, quisiera comprender también un problema que duele seguramente más al viejo gruñón que grita en el bar que al viejo que esto escribe en su despacho. A los viejos les gusta hablar, como a todos. Pero sobre todo nos gusta que nos escuchen. Como a todas las personas, o más. Pero no menos. ¿No será por eso que uno grita en el bar cuando ni siquiera le oyen los de casa?

Pero oír no basta, hay que escuchar. Atender y responder. Ser atentos, y no dar la callada por respuesta. ¡Atención!

*Filósofo