Con la intención, seguramente sana e inocente (¿o no?), de evitar algunos casos de corrupción, se aprobó hace algún tiempo la nueva Ley de Contratos del Estado, que rige en las Administraciones públicas y que ha resultado un verdadero desastre. Esa ley ha provocado fiascos considerables, como el sucedido el pasado domingo por la noche con el recuento de los sufragios de las elecciones. Hasta estos comicios, el recuento lo realizaba una empresa que había resultado solvente, eficaz y de notable profesionalidad, pero el conteo de las del pasado domingo 26 de mayo se encargó a una empresa nueva que ofertó un precio a la baja, con un nuevo modelo de contabilidad de votos y una nula experiencia en este asunto tan delicado.

El resultado ha sido un fiasco notable, pese a que las pruebas realizadas ya apuntaban en esa dirección. Tan es así que casi una semana después de esos comicios todavía andan bailando concejalías, diputados y asignación de votos a diversas candidaturas. El desastre es notable, pues hay dudas más que razonables sobre el modo de contar los votos y la transmisión de resultados a las juntas electorales. Seis días después de semejante chapuza, el máximo responsable de esta vergüenza, el ministro en funciones del Interior, Grande Marlaska, sigue sin dimitir, sentado cómodamente en su sillón, como si la cosa no fuera con él.

En una democracia consolidada como debería ser España, las formas son importantísimas, y la imagen de seriedad, eficacia y rigor a la hora de contar los votos emitidos por los ciudadanos debería ser mucho más cuidada.

Al probo legislador se le supone que actúa con la benéfica intención de lograr el mayor beneficio para el pueblo y sobre todo que las leyes que aprueba sean justas y eficaces. Pues bien, parece evidente que la Ley de Contratos del Estado no lo es, y lo que ha ocurrido en este lamentable y grave caso es paradigmático.

Además, esa ley es una verdadera trampa y una invitación al fraude, pues hay empresas que se las saben todas (pregúnteles a ciertas constructoras) y licitan un presupuesto a la baja con la intención de ganar la adjudicación pública de un contrato porque saben que luego el político inútil, o corrupto en algunos casos como ha sentenciado la Justicia, ya se encargará de aumentar el coste de la obra mediante un expediente de ampliación de gasto con las correspondientes justificaciones.

Pero claro, en este caso concreto no ha existido esa posibilidad, porque no hay ningún espacio ni tiempo para ello. ¿Lo entienden?.

*Escritor e historiador