La revolución digital nos enfrenta a dilemas morales que merecen una reflexión sosegada, incompatible con la cultura de la inmediatez que impone internet.

En el caso de la prensa de prestigio, es común la disyuntiva de si deben o no publicarse fotos truculentas de masacres terroristas o matanzas bélicas. Si difundir tales imágenes solo sirve para alimentar el morbo y la audiencia, la respuesta es --o debería ser siempre-- negativa, pues no cabe complicidad alguna con la propaganda terrorista . Si, por contra, divulgar una foto ayuda a denunciar una atrocidad, concienciar a la sociedad y evitar que los gobiernos miren para otro lado, entonces el periodismo cumple su función. Pero internet ha hecho saltar por los aires esa frontera ética, siempre lábil. Con la eclosión de las redes sociales, los blogs y otros sitios de internet desprovistos de cualquier pauta de conducta, la propaganda --sea terrorista o de otra índole-- y las mentiras --ajenas a todo contraste periodístico-- se expanden por la red. Un buen ejemplo son los vídeos en los que el Estado Islámico (EI) muestra la decapitación de los periodistas James Foley y Steven Sotloff, tras meses de cautiverio. Todo, desde las amenazas a Obama hasta el montaje, pasando por los encuadres y las elipsis, está minuciosamente ideado para explotar la brutal fuerza intimidatoria que tienen las imágenes en acción. Los usuarios no deberíamos permitir que los gigantes de internet pretendan operar como medios de comunicación, pero liberados de todo código ético... o de pagar impuestos. Periodista