La negativa a asumir, por parte del Papado, la posibilidad de acabar con el celibato sacerdotal de forma limitada, aprobada por el Sínodo del Amazonas en octubre, es un capítulo más de las tensiones políticas que se viven en el Vaticano, pero también una decepción para millones de católicos en todo el mundo. La congregación de obispos latinoamericanos, que había recibido el respaldo del papa Francisco, en el afán de una Iglesia más pendiente de las necesidades indígenas decidió por amplia mayoría aprobar que «hombres idóneos» que hubieran llevado a cabo un «diaconado profundo» pudieran administrar los sacramentos, como presbíteros, aun estando casados y con hijos. Es decir, introducía en la Iglesia católica, restringiéndolo a un rito amazónico, como en varios ritos católicos orientales, la no obligación del celibato para ejercer como sacerdote. Concretada en un determinado territorio, pero revolución, al fin, en la disciplina eclesiástica. El Papa se ha cargado de buenas palabras e intenciones y propósitos, pero en las 52 páginas del documento no ha aceptado esa conclusión, ni tampoco la otra polémica decisión del diaconado para mujeres. Ha abogado porque haya más vocaciones que palien la palmaria escasez de sacerdotes en la zona, verdadera causa de las inquietudes sinodales. El no del Santo Padre debe enmarcarse en una lucha abierta en el Vaticano entre las ideas renovadoras de Bergoglio y la presencia cada vez más evidente de sectores radicales ultraconservadores que se apoyan en la circunstancia inaudita de la presencia, de facto, de dos papas. Benedicto XVI prometió no inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia, pero la reciente publicación de un texto suyo con tesis contrarias a Francisco ha servido de catapulta para el sector derechista de la Curia, comandado por cardenales como Sarah y apoyado por el auge de los movimientos populistas en todo el mundo. La negativa del Papa puede leerse como una derrota o como la prevención prudente a no dar un paso en falso, a la espera de un futuro Sínodo mundial.