Después de unos meses muy difíciles, y ante un futuro lleno de incertidumbres, el Black Friday se ha presenta para el comercio como la oportunidad para que el descalabro de este 2020 no sea tan acusado. Es imposible recuperar todo lo perdido -por no hablar de los negocios que ya han cerrado-, pero en la desescalada y en el gancho de los descuentos hay margen para la esperanza.

Animar a los ciudadanos a comprar en las tiendas locales es una manera de apoyar a un tejido comercial tocado, de apelar al consumo responsable en un momento crítico. De poco sirve lamentar el cierre de una tienda de barrio si cuando estaba abierta no se entraba en ella. Ahora bien, situar al consumidor en el dilema entre comprar en grandes plataformas digitales o ir a la tienda de la esquina ha resultado una misión estéril.

El comercio online es una opción que gana partidarios --esta campaña incluso algunas grandes superficies han visto incrementado este modelo de venta-- y el comercio tradicional también puede adaptarse a él, sin perder sus puntos fuertes de asesoramiento y cercanía con el cliente.

Las sombras sobre la supuesta competencia desleal de las grandes tecnológicas deberían combatirse en el marco regulatorio. Más que excluir opciones de venta, sería más deseable buscar fórmulas en las que todas ellas puedan convivir. Porque igual que pasó en los inicios de la compra con tarjeta, el comercio electrónico es ya una práctica imparable.