Como buena mariliendre he sido una eurofan radical toda mi vida. Siempre me ha encantado Eurovisión. Soy muy friki. Me encantan los desvaríos a los que puede llegar la gente en su delirio desenfrenado por llamar la atención, desde cantar ópera en traje regional hasta patinar con fuegos artificiales de fondo. Me encantan las teorías conspiranoicas de «claro, le ha votado porque es su vecino».

Hace dos años entré a la franja de Hebrón acompañando a la oenegé Breaking The Silence, integrada por exsoldados israelís que han denunciado e informado de las violaciones de derechos humanos de su Ejército en los territorios ocupados. Organizan conferencias y planifican visitas a zonas sensibles de Cisjordania para explicar el «día a día de la ocupación». Yo vi con mis propios ojos lo que es la ocupación: expoliar y matar de hambre a mujeres y niños cuyo único crimen radica en haber nacido con el nombre y en el sitio equivocado.

Si mañana se organizara un festival en la Venezuela de Maduro, en Irak, en Yemen, en Afganistán, en Libia, en Rusia… en cualquier país en el que diariamente se violan los derechos humanos y así lo ha verificado la ONU, el boicot internacional estaría servido. A nadie se le ocurriría decir: «¡Pero es que actúa Madonna!» Entonces ¿a qué viene este doble rasero? ¿Por qué existen las víctimas de primera y segunda categoría? De verdad, a nadie le va a dar más pena que a mí perderse Eurovisión. Pero mi vida no va a quedar truncada por ello. Sin embargo, sí se han truncado este mes la vida de 21 palestinos, entre ellos dos mujeres embarazadas y una niña, fallecidos en la mayor escalada de violencia en cinco años. Y sí se malgasta, se pierde, a diario, la vida de cientos de miles de casi cinco millones de palestinos.

Un boicot a Eurovisión no es una propuesta izquierdista radical. Es una demanda de paz por parte de mujeres que tenemos hijos, que hemos visto cómo otras mujeres que no tenían culpa de nada veían a sus niños morirse de hambre.

Al menos, ese es mi caso.

*Escritora