Si el otro día dije que Torra (y por elevación, Puigdemont) es la mejor baza que tiene Casado para comprometer a Sánchez y poner en evidencia la debilidad y los complicados equilibrios del nuevo presidente, también debería suceder que el propio Casado acabase convertido en un instrumento óptimo para contener al secesionista. Pero no sé si será así, porque los ultranacionalistas de ambos signos (centrípetos y centrífugos) interactúan a las mil maravillas. Los catalanistas habrían de tener claro que, si en Madrid se impone una entente PP-Cs, con ambos partidos pretendiendo ser los unionistas más duros... las van a pasar canutas. Sin embargo esta visión tal vez peque de demasiado racional. El renovado PDECat, con el pie de atrás en el 3% y la corrupción patriótica y el pie de delante amarrado al victimismo y el martirologio, será siempre una incógnita. Y Esquerra... a saber.

En Cataluña hay dos millones de soberanistas que perciben la necesidad de la independencia con claridad pero con matices. Son muy pocos, si se trata de resolver con éxito un proceso de autodeterminación. Para tal fin se precisa un respaldo social mucho mayor, abrumador e irreversible. En su lugar, el conglomerado secesionista trabaja sobre la base de que su movilización y su resolución se impondrán por sí mismas o, en todo caso, mantendrán un permanente foco de inestabilidad política (en Cataluña y en España) que acabará imponiéndose por hartazgo o provocará alguna intervención más dura e impactante todavía que la torpe actuación policial del 1-O o la aplicación del 155.

La derecha españolista (tanto en versión Rivera como en su melliza versión Casado) necesita que los nacionalistas catalanes se lancen por la vía de la provocación. Y estos (o una parte de los mismos) están convencidos de que, cuanto más burro y violento se ponga el Gobierno central, más legitimidad adquirirán sus maniobras unilaterales. El proyecto de Sánchez (diálogo y distensión) encontrará ahí sus mayores problemas. Tendrá que jugar con mucha habilidad todas sus bazas.