Las detenciones en el País Vasco y Navarra de presuntos miembros de ETA han permitido atrapar a quien, según su propia confesión, participó en el asesinato en Zaragoza del presidente del PP aragonés, Manuel Giménez Abad. Su captura es un paso más en el tramo final del largo y doloroso proceso a través del cual el Estado español ha doblegado al terrorismo etarra hasta llevarlo al borde de la derrota y la extinción.

ETA se acaba (aunque todavía se resista a finalizar su carrera criminal) y llega la hora de que el País Vasco y España entera tengan reposo para zanjar los desencuentros políticos y establecer las reglas de una convivencia en libertad y sin violencia. Es un momento muy delicado en el que deberán entrar en juego grandes dosis de firmeza, pero también de generosidad; de coherencia, pero también de realismo.

Es terrible que Giménez Abad, un hombre bueno e inteligente, un aragonés cabal, no esté aquí para asistir al final de la sinrazón. Su asesinato, mísera obra de unos fanáticos descerebrados, se exhibe ahora definitivamente como un cruel absurdo. Sin embargo, esa vida truncada fue una medida más en la balanza que paso a paso ha ido cayendo del lado de la democracia y de la vida frente al terror y la muerte.