Y ahora que disfrutamos de una esperanza de vida de tres dígitos nos preguntamos si realmente merece la pena sobrevivir nuestros últimos años en un internado. Mucho antes de esta pandemia, ya nos resultaba cuestionable el modelo de las, eufemísticamente denominadas residencias.

Más allá de asuntos penales por supuestas negligencias, de los que ya se ocuparán los jueces, debemos reconocer que habíamos aceptado con normalidad el concepto de guardamuebles para aquellos a los que consideramos inservibles. Yo sé que hay toda una gama de establecimientos entre el asilo y la residencia con spa, pero estos centros son negocios que, para resultar rentables, en la mayoría de casos funcionan con menos personal del necesario, sobrecargado de tareas y mal pagado.

Una de las alarmas más urgentes que han sonado en esta crisis es la de que debemos replantearnos qué hacemos con nuestros mayores. No soy experto en la materia, tampoco creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Pero me he criado en un pueblo, con abuelos y bisabuelos a mano, quienes ocuparon un lugar hasta el último instante. No se trataba de caridad, sino de necesidad. Si a mi infancia les faltara ellos, yo no sería la misma persona.

Recuerdo haber leído hace años en un periódico que unos padres protestaron ante la Administración porque el recreo de sus hijos se encontraba separado de una residencia de ancianos por una valla que permitía interactuar a estos con aquellos. Los mayores adoran a los niños, pensé, y los pequeños necesitan a los viejos. El asunto se zanjó construyendo un muro que reemplazara a la verja. No me olvido de aquel hecho y me sigue inquietando cada vez que se intenta compartimentar nuestra sociedad en guetos.

Algo estamos haciendo mal si en nuestro mundo ya no caben los mayores. Si tras haber trabajado toda una vida, tras recoger a los nietos del colegio de lunes a viernes porque papá y mamá deben pagar el apartamento en la playa, tras dejarse exprimir, en suma, no existen más cuidados que los que puedan permitirse con su pensión.

Como en la novela de Ramón J. Sender, El lugar de un hombre, toda persona, incluso la que nos pudiera parecer insignificante, ocupa un lugar preciso y, en caso de desaparecer, o de ser arrancada de él, su mundo se verá afectado y sufrirá las consecuencias.

*Profesor