Ahora que miles de personas están inmersas en el durísimo esfuerzo de dejar de fumar, por aquello de los buenos propósitos para el nuevo año, muchas se preguntan por qué no se prohíbe la venta del tabaco. Si se cierran los estancos y se destrozan las máquinas expendedoras, se acaba el problema ¿o no? La respuesta la ofrecen los expertos en economía y en salud: suprimir de golpe este vicio es imposible. El Estado quiere que dejemos de fumar, pero no que dejemos de comprar. Necesita que nuestras bocas y orificios nasales no saquen humo, porque el tabaquismo supone, además de muertes, un enorme gasto para la salud pública; pero la economía sufriría un varapalo insoportable sin los ingresos derivados de los considerables impuestos sobre el tabaco. La carga fiscal le permite al Estado ingresar unos 9.000 millones de euros. En cuanto a la salud, hasta los enemigos más intransigentes del tabaquismo saben que una prohibición radical propiciaría el mercado negro, un suministro de peor calidad e innumerables problemas añadidos.

Hace unos días, el ministro de Sanidad, Salvador Illa , anunciaba mayores medidas restrictivas contra el asunto de fumar. Todas ellas serán bienvenidas, pero se han cumplido quince años desde la entrada en vigor de la Ley Antitabaco y el fracaso es desolador: la tasa de fumadores apenas ha bajado desde enero de 2006 y el consumo entre jóvenes ha aumentado, sobre todo a través del cigarrillo electrónico. Si de verdad los gobiernos, no solo el español, aspiran a un mundo sin humos en un horizonte más o menos cercano, quizá deberían priorizar de una vez por todas: economía o salud. Claro que es un dilema que ni siquiera han sabido resolver con la pandemia actual.