Los jefes de gobierno han decidido abrir negociaciones para la entrada en Turquía. Reconocen así los avances realizados en el respeto a los derechos humanos. Tony Blair, optimista, afirma que se ha dado un gran paso hacia una Europa más fuerte que evitará además el choque de civilizaciones. Y es verdad que una democracia musulmana en la Unión Europea (UE) tendería puentes con el mundo islámico, la asignatura urgente de Occidente.

Pero ¿es realmente un paso adelante? Hay dudas razonables. Es cierto que Europa ha lanzado un mensaje alentador a los turcos que apuestan por la modernización. Y en primer lugar al primer ministro Recep Tayyip Erdogan, líder de un partido musulmán que predica un islamismo conservador y democrático, con algunas similitudes con las democracias cristianas europeas de los años 50. Y el portazo hubiera sido catastrófico. Pero no es oro todo lo que reluce. El texto aprobado fija excepciones permanentes para la libre circulación de trabajadores y para el acceso a fondos agrícolas y de cooperación. Vamos hacia una entrada de jure, pero falsa y coja. Además, el riesgo de que las largas negociaciones fracasen (nadie prevé el ingreso antes de 15 o 20 años) es alto. Y Francia y Austria han anunciado ya referendos que, hoy por hoy, parecen imposibles de superar. Se puede así generar una frustración descomunal, de graves consecuencias, en Turquía... y el mundo musulmán.

Por otra parte, el proyecto europeo puede descarrilar. La UE nació para sellar la reconciliación francoalemana y evitar nuevas guerras en el continente. Pero también para que Europa tuviera voz propia en el mundo. En los primeros años 50 ya se veía que los viejos estados nacionales --Francia, Alemania, Gran Bretaña...-- no tenían ni dimensión ni peso suficiente. El invento más decisivo de la segunda mitad del siglo XX --la conjunción de la economía de mercado y del Estado democrático-- que ha logrado las mayores cotas de libertad, crecimiento y bienestar social conocidas por la humanidad, se estaba agotando. La frase de Willy Brandt en su libro de los años 60 Mi camino hacia Berlín sobre la que se han construido las democracias europeas contemporáneas (y en parte de la americana), "iniciativa privada, tanta como sea posible; intervención del Estado, tanta como sea necesaria" ya no sirve. Porque los mercados internacionales, las multinacionales y el acceso a la industria de países emergentes con salarios bajos han adquirido tal relieve que los estados nacionales son impotentes para implementar una política económica y social independiente.

EN EL SIGLOXXI sólo un Estado europeo puede lograr que las naciones europeas sean potencia militar, tengan voz en el mundo y definan un modelo económico y social. El federalismo europeo es imprescindible si no queremos que Europa sea un cero a la izquierda, atrapada entre los intereses de Estados Unidos, los países emergentes, el resentido mundo islámico... Y para que Europa exista, sus instituciones deben ser robustas. El euro es ya una moneda común, pero, como decía Henry Kissinger, Europa sigue sin teléfono. Y ello, en buena parte, porque los pueblos sienten poco la identidad europea. Sólo un 12% de los ciudadanos de la UE de los Quince sentían en el 2003 una identidad "sólo europea" o "fundamentalmente europea"; aunque es verdad que este porcentaje ha aumentado un 20% desde Maastricht (1992). El sentimiento de desapego hacia las instituciones europeas está patente también en la alta abstención de las últimas euroelecciones; y este sentimiento no se corregirá, sino todo lo contrario, con una Europa cada vez más extensa y más diversa.

El reto es, pues, afianzar la identidad y los rudimentos de un Estado europeo. Pero hay políticos que no se resignan al adelgazamiento de los viejos estados. Dicen querer más Europa, pero a través de los jefes de gobierno y sin poder supranacional. Por eso Margaret Thatcher se opuso al euro. Por eso Blair y José María Aznar han frenado los avances de la Constitución europea. Y una forma de dificultar la cohesión supranacional es hacer una Europa cada vez más extensa que se agote en sucesivas ampliaciones. George Parker escribió en el Financial Times del viernes: "En Gran Bretaña siempre se ha sostenido que la mejor forma de frenar el impulso federalista europeo era hacer una Europa tan grande como fuera posible, la doctrina de amplia pero no profunda". La ampliación a 25 miembros, con 10 nuevos países, es fruto tanto de la obligación de acoger a los que salían del comunismo como de este diseño que busca la dilución en una gran zona de librecambio.

Y LA ENTRADAde Turquía, con tantos habitantes como los 10 países que acaban de ingresar, con un nivel de riqueza muy inferior y con señas de identidad muy diferentes puede obstaculizar el afianzamiento de la identidad y de las instituciones. Puede llevar no a más Europa sino a menos Europa. Michel Rocard, discutiendo sobre la inmigración, dijo: "Francia no puede asumir toda la miseria del mundo". Fue atacado por la izquierda angelista, pero tenía razón. Francia no puede acoger a todos los inmigrantes. Pero Francia es una realidad de siglos. Europa debe proponer el "diálogo de civilizaciones" por el que aboga Rodríguez Zapatero. Pero sólo podrá contribuir a él si fija sus fronteras, su identidad y sus instituciones. Antes que nada debe existir. Y la tentación de no salirse de lo políticamente correcto más la conjunción del nacionalismo conservador, que detesta el federalismo, y del progresismo idealista, que aspira a redimir a la humanidad, puede llevar a la dilución del proyecto en una especie de ONU regional. En algo irrelevante que lleve a ninguna parte.

*Periodista