Convenir, todos lo sabemos, significa compartir con otro u otros un mismo parecer respecto a algo. «Convengo contigo» es una expresión algo menos usual que el «coincido contigo» o, el aún más frecuente, «estoy de acuerdo contigo» pero las tres vienen expresar el participar de una idea común. En la vida diaria eso no suele ir más allá de un encuentro de opiniones o pareceres más o menos amplio: en política, en cambio, convenir o establecer algo por convenido tiene una proyección significativamente mayor pues lo habitual es que de lo convenido nazcan nuevas obligaciones.

Cuál sea el tenor o el alcance de las mismas no siempre es sabido ni hecho público, tampoco parece ser el caso de estos comicios Pienso en ello cuando acaban de constituirse los Ayuntamientos de nuestro país y muchas cuestiones han sido convenidas entre los partidos políticos que lograron representación institucional a raíz de las elecciones del pasado 26 de mayo. En el momento en que ustedes tengan a bien leer estas líneas esas corporaciones locales ya llevarán algunos días constituidas. La cuestión que me planteo es: ¿a quién conviene lo convenido?, ¿a las personas? ¿a los principios? ¿o tal vez a los partidos políticos?

Algunos de los convenios alcanzados para gobernar ciertos municipios son ciertamente sorprendentes. Me pregunto, por ejemplo, qué pensarán al respecto aquellos ciudadanos cuyos alcaldes no son, ni de lejos, los más votados. Sí, lo sé, no es cosa nueva y, de hecho, esta no es la primera vez que me lo planteo. Es ciertamente lícito alcanzar acuerdos y convenir ciertas líneas de actuación política entre quienes comparten ideales o, cuando menos, entre quienes rechazan los ideales de otros, cosa que siempre une mucho. Sí, también lo sé, la palabra ideal tiene para nosotros resonancias algo caducas y obsoletas pero no he logrado encontrar un término más apropiado. Desde el 28 de abril y con el alto en el camino del 26 de mayo los periódicos, las tertulias radiofónicas y televisivas, por no hablar de las redes sociales, se han inundado de palabras que, mientras solo mostraban a medias lo convenido no lograban ocultar, pese a notables esfuerzos, a quién(es) resultaba conveniente. Cansada de tanto discurso estéril vuelvo al refugio de la filosofía, esa pasión que espolea mi cerebro, y me acuerdo de Voltaire cuando, con la elegancia característica de algunos franceses, decía que «la palabra ha sido dada al hombre para disimular su pensamiento».

Y sí, ciertamente resulta complicado negar la ambigüedad de todo lo vivido estos días, donde son muchos los que creen que lo convenido conviene sobre todo a quienes en adelante y por cuatro años van a disponer del poder de decidir qué es lo conveniente para todos nosotros. Tal vez no solo sea cosa de la política y no ande demasiado desencaminado ese otro francés llamado Ségur, al afirmar que ninguna comunicación humana reposa jamás en la sinceridad sino más bien en su contrario. Sea como fuere la prudencia y la elegancia -en este caso española- a las que recurro como consejeras me alertan de lo inconveniente de concretar más, lo que bien mirado puede ser visto como otra forma diferente de no decir la verdad.

*Filosofía del Derecho.

Universidad de Zaragoza