Cuando acabe la pandemia y se retome el pulso a la normalidad, el país tendrá un trabajo extra: recuperar la credibilidad del Estado de las autonomías, que durante estos once últimos meses se ha visto cuestionado y envuelto en demasiadas contradicciones, pugnas políticas y sombras de ineficacia. Muchos ciudadanos, incluidos algunos políticos y periodistas, parecen haber descubierto con la crisis sanitaria algo que resulta obvio desde hace cuarenta años: las autonomías ni son iguales ni funcionan de modo uniforme. No solo porque unas se acogieran en su día a la vía rápida (artículo 151) y otras emprendieran su aventura, como Aragón, por la vía lenta (artículo 143); no son iguales por población, economía, cultura, peso político, competencias, aspiraciones y otras muchas circunstancias. Lo chocante es que semejante perogrullada sorprenda tanto ahora.

Cuando Pedro Sánchez anunció el estado de alarma en marzo del 2020, la crisis sanitaria se centralizó en el Gobierno español, que ha mantenido la tutela y el control sobre el desarrollo de la pandemia a pesar de que las competencias sanitarias volvieron, más o menos, a las comunidades autónomas. Los conflictos políticos han sido tan frecuentes que terminaron por distorsionar la situación y confundir a los ciudadanos. ¿Por qué Salvador Illa concede y suprime libertad de movimientos a las comunidades de una semana a otra? ¿Por qué los gobiernos autonómicos no pueden decidir por su cuenta, bajo su criterio y su conocimiento del territorio, cuándo quieren fijar el toque de queda? Una vez que acabe la pandemia, y con el ministro ya comprometido con Cataluña, habrá mucho que hacer para devolver la credibilidad al Estado de las autonomías.