Del exterior surge un ruido que había olvidado. Salgo al balcón y veo pasar a un joven en patinete. Chocante. Cierro el balcón y sigo con lo mío. Hace solo una semana hubiera recibido broncas e improperios a lo largo de la calle. Cuando fuimos policías, los vecinos no dejábamos pasar ni una. «¿Un chaval en patinete? ¿Dónde irá el insolidario? ¿Qué tramará el incívico? ¿Cómo se atreve el mendrugo? No tiene bolsa de compra ni mochila de trabajo». Cuando fuimos policías de balcón -hasta hace pocos días, pero parecen meses-, sabíamos distinguir entre un paseante responsable y un cantamañanas. O eso creíamos. Porque padres con niños autistas, personal sanitario, de limpieza y otros trabajadores tuvieron que soportar dolorosos insultos.

De mis habituales sospechosos, me asombró una mujer de mediana edad. La descubrí sentada en el banco de la parada del autobús, con bolso, gafas oscuras, la espalda pegada al cristal de la marquesina y la mirada fija en un punto indefinido. Minutos después llegó el bus; ella se levantó, pero lo hizo para alejarse en la acera; cuando el vehículo se marchó, volvió a sentarse y recuperó su postura, con la vista perdida en el infinito. No me inspiró la aversión que sentía hacia otros insensatos. Supuse que necesitaba respirar la soledad en la calle antes de volver a un encierro que, tal vez, podía ser un infierno para ella. Al día siguiente volví a verla: estuvo más de media hora en el asiento de la parada y dejó pasar dos autobuses antes de levantarse y perderse por otra calle. Estaba nublado, pero llevaba puestas las gafas de sol. Tampoco iba a ningún lado. Imaginé que solo buscaba un respiro.

Ese mismo día decidí entregar mi placa de policía de balcón.

*Editor y escritor