Quien más quien menos ha tenido o tiene abuelos a los que admirar, querer o simplemente observar. Son, sin la menor duda, seres en otro planeta, apenas sin oxígeno pero inundados por la vida de los infinitos mares que han surcado. No hay nadie mas sabio aunque en su infancia o madurez muchos aprendieran a leer y a escribir en solitarias noches de agotados candiles.

En ocasiones eligen el silencio como hogar y buscan el rincón del sofá donde conversar con la melancolía. Pero cuando deciden hablar, lo hacen desde el ágora, investidos por la luz de la ventana de la experiencia que ilumina sus palabras. Escucharles, que no oírles con arrogante distracción, es un espectáculo incomparable. El tiempo deja de conjugarse, detenido en sus ojos de vidrio fundidos por el pasado, calmados en el presente y en constante alerta por no perder de vista el futuro de los que aman a quemarropa.

La historia que cuentan se desmarca sin reproches de la historia oficial. Amanuenses de sus propias y ricas vivencias, surcados sus rostros y sus almas de profundos cañones por los que fluyen juntos los ríos del dolor y la felicidad, nos entregan cada día el mapa de sus tesoros. La mayoría desconocen el estado del bienestar que durante no muchos años disfrutaron y ahora se les arrebata. No temen a nada porque conocen la pobreza, entre ellas la de la memoria del hombre, y si algo han aprendido es a perdonar en la serenidad del ocaso aceptado sin resignación.

Frente a frente ante sus abuelos, quién no les ha dicho alguna vez sin pronunciarlo: "Dame una razón por la que no quererte".