El ejercicio físico, cualquier actividad deportiva en suma, constituye el mejor camino para mantener un cuerpo y mente sanos, en plena armonía. Un equilibrio que deviene en demanda imprescindible dentro de un estilo de vida con excesiva tendencia al sedentarismo y a su más inmediata secuela, la obesidad. Necesitamos sentirnos bien con nuestro cuerpo para conservar también la claridad mental. Pero, ¿qué clase de deporte realiza el asistente que presencia en un estadio abarrotado uno de esos espectáculos deportivos entre los que el fútbol es rey indiscutible?

El hincha fanático, enfebrecido por sus colores, no corre por el césped, ni impulsa el balón salvo con su hálito; no efectúa durísimos entrenamientos ni acata las instrucciones de su entrenador. Pero nada le impide sentirse el gran protagonista del evento y autoconferirse unos méritos que en modo alguno le pertenecen, salvo por el respaldo económico que supone para su club. ¿Cómo y por qué se produce esa identificación extrema que, en último término, puede desencadenar una violencia gratuita? Pues, a pesar de todo, es presumible que quienes descargan sus frustraciones individuales dentro o en las inmediaciones de un estadio lo hacen al margen de cualquier emoción puramente deportiva, las cuales serían solo una vana excusa para canalizar su despecho.

Deporte es convivencia, respeto por el rival, noble competición; valores que han de aprenderse desde muy pequeños en la familia, en la escuela y en el seno de los grupos sociales. Pero si el deporte nada tiene que ver con la violencia, han de ser precisamente los deportistas, clubs y asociaciones los primeros en desmarcarse drásticamente para erradicar cualquier relación con la violencia. Escritora