Bien entrado el siglo, las nuevas generaciones ven cómo el destino de la mujer ya no permanece forzosamente ligado a las cuatro paredes de su pequeña empresa hogareña, para irrumpir con brío y admirable energía en el universo laboral. Todo maravilloso, ¿no? ¿Y quién se encarga ahora de los niños? Cuando toca sacrificar el desarrollo y la carrera profesional para atender a los peques, sigue siendo mayoritariamente la mujer la resignada víctima. So pena de que abuelos y guarderías adquieran un excesivo protagonismo, que ni les corresponde, ni constituye tampoco la solución ideal. De hecho, en muchas ocasiones, ni siquiera se trata de un remedio efectivo. Un caso típico es el de los padres cuyo lugar de trabajo reside en ciudades distintas de su domicilio, lo que implica demasiado tiempo ocupado en desplazamientos cotidianos, junto a una extrema dificultad para afrontar emergencias domésticas, enfermedades y otras urgencias. La reagrupación familiar, que sería de gran ayuda, es siempre problemática y ni siquiera constituye una prioridad capital en los estatutos laborales.

En definitiva, cuando la conciliación se torna inalcanzable, uno de los cónyuges habrá de abandonar, al menos temporalmente, su ejercicio profesional, en favor de la mejor crianza de los hijos. Tal renuncia está severamente penalizada, incluso si se hubiere previsto la futura reincorporación sin pérdida de estatus ni consideración, ya que la propia interrupción supone por sí misma un paréntesis en la formación, en la práctica y, en definitiva, en la idoneidad para ocupar de nuevo el puesto de trabajo abandonado, entre otras razones, porque mientras tanto, el mundo no se ha parado: todo, incluso el propio trabajo, ha evolucionado. Irremediablemente, casi siempre será la mujer, la madre, quien pague el precio de una conciliación imposible.

*Escritora