Sobre la irrupción de Vox en las elecciones andaluzas del pasado dos de diciembre hay tantas hipótesis como personas, instituciones, partidos y grupos de presión interesados en pronunciarse. Lo que para algunos fue la reacción del nacionalismo español al independentismo catalán, para otros fue la inmigración, la inseguridad económica, el miedo al futuro, la división de la derecha, el ansia de cambio a los 36 años de gobierno socialista, la corrupción, el rechazo antisistema, la búsqueda de opciones antipoliticas, el aviso de sectores cabreados con las consecuencias de la crisis...

Seguramente estas y otras muchas son razones que pueden explicar estos resultados. La cierto es que un partido como Vox sin estructura, militantes y presencia pública, ha sacado doce diputados con un discurso rancio, semejante al de la extrema derecha europea de Le Pen, Salvini, Orban o cualquier otro líder reaccionario y euroescéptico que se precie. Y la izquierda con todo el poder institucional se ha quedado en casa, para no seguir apoyando a los que durante tantos años han ido deteriorando las instituciones públicas.

El shock producido ha sido tan apabullante que nadie cuestiona que las elecciones las ha ganado el perdedor y las ha perdido el ganador. Porque si el PSOE las gana perdiendo 400.000 votos el Partido Popular las pierde otra vez con 300.000 votos menos.

Lo paradójico es que cada cual busca y justifica sus razones para ocupar el poder. Unos porque han sido los más votados, otros porque han sido los que más han crecido y los otros porque aunque quedaron los segundos, ya les toca «liderar el cambio» tras 36 años de espera. ¿Para qué? Eso es «harina de otro costal». Lo importante es repartirse el botín, cueste lo que cueste. Y en esta pelea de gallos, ¿dónde quedan los votantes?

Seguramente el debilitamiento de las instituciones que han dado crédito a la identidad democrática ha ido dejando un vacío que se llena con discursos populistas y emocionales. Muchos de estos tienen que ver con la inseguridad en el futuro, el miedo a la desprotección económica, a la pérdida de identidad social y cultural.

Son sentimientos difíciles de gestionar desde la política y las instituciones, porque el mundo globalizado de la comunicación y la información les hace estar presentes constantemente, amplificándolos y distorsionándolos muchas veces. Las redes suministran munición informativa, sin criba ni control, como si de noticias fiables y contrastadas se tratase.

El ejemplo de la inmigración con la repetición de la llegada de pateras a nuestras costas, produce una sensación de desembarco constante que no corresponde con la realidad. Si a eso le añadimos el discurso de Pablo Casado contando que hay 25 millones de africanos esperando saltar a nuestro continente, el mal está hecho. Ocurre lo mismo con el independentismo catalán, si a la carga emocional que conllevan sus actuaciones le añades la campaña de Albert Rivera diciendo que el Gobierno central va a indultar a los presos, la indignación se acentúa y el uso populista de una hipótesis lo convierte en nutriente electoral.

Escribe Daniel Innerarity que «el éxito del populismo se explica porque la política no ha conseguido traducir institucionalmente unos sentimientos ampliamente extendidos en ciertos sectores de la población, que ya solo confían en quienes prometen lo que no pueden proporcionar».

En este marco las relaciones entre político y ciudadano son más una caja de sorpresas que las propias de una democracia representativa. Los «cuerpos intermedios» que ya teorizaba Montesquieu en El espíritu de las leyes para contrapesar el poder y reequilibrar tendencias autoritarias o burocráticas y que actualmente denominamos sociedad civil, han perdido su capacidad de presionar e intermediar a los diferentes poderes.

La imagen de las movilizaciones de los chalecos amarillos franceses sin líderes y negociadores con los que dialogar el Gobierno francés, es la mejor muestra de esa pérdida de estructuras intermedias permeables a las demandas ciudadanas, razonables en muchas de sus demandas y en contacto con sectores que se ven injustamente tratados por el poder. Estructuras que no son reemplazables por el anonimato de las redes, donde la ira merece más atención que el argumento.

Es por ello que analizar los resultados de Vox en Andalucía en clave de espacios ideológicos cerrados, nos puede llevar a errores. Los 400.000 votos de este partido no responden íntegramente a su programa, claramente anticonstitucional, sino a una mezcla de sensaciones, cabreo, revancha, que solo pueden airear votando, porque su frustración no tiene otra salida.

Darle la vuelta es muy complicado, recuperar los canales que la sociedad civil organizada dio en otros momentos es tarea ardua, porque la credibilidad arrebatada y la debilidad estructural que desde la derecha y el populismo se ha hecho durante tantos años, no se puede recuperar fácilmente.