Tiempo antes del confinamiento pasé por un viejo bar que durante años fue uno de mis cuarteles de escritura. El camarero era un tipo flaco y educado con el que casi nunca crucé más palabras de las necesarias. Llevaba una de esas perillas tan de moda entonces que le daba a su morenez delgada un algo de Mefisto prematuro. El cuarentón amable en el que se había convertido me sonrió, algo que no era habitual en el pasado. Yo, que tampoco sonrío por deporte, hice lo mismo. Fumaba un cigarrillo en su terraza con aire displicente y me dijo «Cuánto tiempo, Olga». Más de cinco años.

Mientras pedía un café con hielo me vi allí, arrinconada en una mesa, desgranando poemas que luego olvidaría. Empezamos a hablar como dos viejos amantes que se perdieron la pista. Tus hijos, tus libros, la guardería de Adrián, que estaba cerca y ya cerraron, su ex novia, el tiempo que se va.

El señor de la mesa de en medio se largó, harto de que nuestra cháchara le entrase por el oído derecho y por el izquierdo. Y nosotros continuamos durante más de una hora mezclando esa nostalgia repentina con la risa a través de la absurda mesa vacía que nos separaba. Es extraño pensar que dejamos una sensación en cada persona y que esa pequeña estela vuelve y nos sonríe a veces.

Ojalá que de toda historia, por insignificante que parezca, pudiera quedar un recuerdo amable para hacernos sentir que incluso cuando no lo pretendemos, dejamos una impronta en los otros y que por ahí se va perdiendo y ganando nuestra vida. Me levanté para irme y me dijo «Mujer, dame dos besos». Y eso sí fue una despedida, la que a veces nos niega la humildad del tiempo cotidiano. Ahora sé que no volveré a encontrarlo abierto.

*Filóloga y escritora