La educación de los niños depende, en primer lugar, de sus padres. Es obvio. Es, también, la función más importante de nuestra vida: los hemos traído al mundo por libre voluntad y nos obligamos a modelarlos con tanto afecto como aplicación y disciplina. Con frecuencia, nos excusamos en un exceso de trabajo para eludir el compromiso y, entonces, volvemos la vista hacia la escuela. Ciertamente, el profesorado realiza una importante labor en la educación y nadie puede negarle su papel insustituible. Sin embargo, ni padres ni maestros están solos. ¿Cómo olvidar la intervención de otros factores, como la televisión, ante cuya pantalla se sientan los adolescentes hasta tres horas diarias? Sería una locura ignorar su influencia omnipresente; asignatura pendiente, el control de la programación televisiva se transforma cada cuatro años en tema electoral: Zapatero ha prometido barrer la basura audiovisual y sus palabras nos transmiten un rayo de esperanza, pero... ¿cómo vencer a los inmensos intereses que subyacen en las cadenas? ¿cómo borrar al pensamiento único? Y, sobre todo, ¿cómo lograr que la audiencia demande unos contenidos dignos?

*Escritora