Leo que en Estados Unidos muchos niños y niñas están hablando con acento británico tras disfrutar las aventuras de Peppa Pig (y hay padres que están algo preocupados con el tema y otros en cambio están encantados, según su humor). Lo denominan el efecto Peppa. Sonrío al leer la noticia, ya que por una vez en Norteamérica no nos han ganado por la mano. El efecto Peppa Pig ya lo sufrí hace unos años con mis hijos cuando se aficionaron a esta serie de televisión; tras ver los episodios en versión original (en nuestra casa somos de verlo todo en versión original) se pusieron a hablar con un correctísimo acento inglés y además se aficionaron a tomar el té a las cinco de la tarde, menudos son ellos. Mi hija se identificó tanto con Peppa que se creía que era ella, tal cual, y mi hijo asimismo se veía como George (también le encantan los dinosaurios). Y yo llevo años sintiendo este efecto curioso en mis propias carnes, pues como buen animador me meto en la piel de esta simpática cerdita a través de un disfraz precioso e inmenso (no apto para el ascensor de la Casa del Libro, por cierto). Todos los niños vienen a hacerse fotos conmigo, me abrazan, me preguntan por George y me adoran. Soy una cerda, vale, pero me adoran. Sin embargo, a mi hija no le parece lógico que yo esté dentro del disfraz. «Peppa soy yo», me dice, «tú tendrías que hacer de Papá Pig». Pero los padres somos secundarios (aunque ahora se acerque nuestro día): las estrellas son los hijos, como bien sabemos; y en este caso la estrella es Peppa. Dios salve a la cerda.

*Escritor y cuentacuentos