Me cierran la estación del metro en Sevilla --son las moderneces de la señora Aguirre que nunca viaja en el suburbano-- y desde ese día, cuando salgo en la estación de Príncipe de Vergara, aprovecho que hace buen tiempo para, a través del Retiro, bajar hacia el lugar de trabajo. Son siempre viajes fructíferos. En el último se me acercó una buena mujer para pedirme un favor: a su padre, militante de Izquierda Republicana y gobernador de Toledo en el año 36, lo detuvieron y fusilaron en el 40. Ella quería saber los nombre de aquellos que firmaron la sentencia. Al padre lo enterraron, y cuando años después fueron a revisar el nicho, allí no había nada; alguien lo había destrozado. Y en esas ando, buscando con los nuevos amigos de la Administración nombres de asesinos. Duro oficio este de ser español de los perdedores, porque como dijo el otro día Zapatero, todos esos que se llenan la boca con España han hecho muy poco por ella. Y para ejemplos, en nuestra propia tierra.

Y cuando regreso a ella, a la vieja gusanera labordetiana, veo a los irascibles jóvenes radicales comiendo de la mano del rico Epulón. Miguel, mi hermano, para evitar todo eso, se retiró a su faro --en lo alto del faro-- y decidió morirse joven. Es la única manera de sobrevivir a tanto halago como desde las cúpulas te envían los poderosos para que tu, joven soñador de ilustres ciudades, acabes poniendo la cerviz donde te indiquen. Hay días, yo no sé, en que a uno le entran ganas de salir huyendo de la famélica feria de las vanidades y que ese interés enfermizo, paranóico y raro que te entra por ayudar a tus paisanos, a tus colegas, a tus amigos, acaba llevándote a lo alto del faro, no para tirarte, sino para sollozar por tanto inútil crepúsculo ciudadano. Por dos veces, en este mes, voy a Barcelona; la primera para presentar el libro de los Cuentos en la Casa de Aragón a donde acude Gregorio López Raimundo. Emoción de años de resistencia. No quiere ascensor y con sus noventa años sube las escaleras y contempla con ojos de niño los gestos de Martínez de Pisón.

La segunda vez es para recibir un premio que la asociación de sordomudos de Cataluña dio a los diputados que defendimos el lenguaje de signos frente a un PP reaccionario que deseaba otras cosas. Al final cuarenta niños entonan en su lengua de signos el Canto a la libertad . ¿Y ante tanta emoción para que quiero las migajas del rico Epulón?

Ando en el combate de la Comisión del 11 de Marzo y mientras tanto Imanol, mi amigo, el autor de Zure tristura se nos ha muerto. ¿Para qué pues tanta miseria? No son buenos días para llamar a la puerta de la ilusión y de la esperanza.