Como cuando las torres gemelas, la otra noche, muchos nos quedamos pegados al televisor viendo lo que se estaba perpetrando en el Capitolio, entre la sorpresa y la indignación sin acabar de creernos que tales escenas correspondiesen a un mundo real y no fuera algo así como lo que hizo Orson Welles, en 1938 para la radio, adaptando la novela de H.G. Wells.

Ya se sabe, de los norteamericanos, cualquier cosa. Efectivamente, cualquier cosa. Porque lo del energúmeno con cuernos y pieles deambulando por el interior del sacrosanto edificio habiéndose saltado los controles policiales es de traca. Si hubiera sido negro, si los asaltantes hubiesen sido negros o hispanos y no 'trampistas' animados por el mismísimo presidente, los muertos se hubieran contado por centenares. Muchos citan ahora a Steven Levitsky ('Como mueren las democracias'). Yo añado la obra de John Keane 'Vida y muerte de la democracia', para saber un poco más de lo que estamos hablando.

Keane cree que la democracia debe entenderse como el autogobierno de los ciudadanos y sus representantes designados por medio de elecciones periódicas además del escrutinio público continuo y la contención del poder en donde sea que éste se ejerza y recuerda la observación de un académico japonés, Maruyama, de que la democracia nunca es una constante fija e incontestable, y no debería darse por sentada. Dice el japonés que los seres humanos rechazan la «psicología de los dominados» para considerarse iguales entre sí, rechazar el poder arbitrario y la conducta mandona y la manipulación que se asocian inevitablemente con el fascismo, la dictadura militar, la plutocracia y otras formas antidemocráticas. En casa, un militar crecidito anda enviando cartitas, una más, exigiendo cambios de rumbo al gobierno. Pero tú ¿de qué vas? Tantos juramentos a la Constitución y ¿aún no has entendido nada?