Muy probablemente la palabra que en español utilizamos para referirnos a la estación que acabamos de estrenar (el otoño) provenga inicialmente de la lengua del pueblo etrusco (el cual asentado en la Toscana ya en el siglo XIII antes de Cristo, precedió en Italia a la República y al imperio de Roma), en concreto de dos palabras de su amplio vocabulario: «Autu» (cambio) y «Vertumno», dios de los etruscos y latinos que presidía las transformaciones de la naturaleza y también para ellos, dios del otoño.

Los romanos, conjugando ambos términos, llamaron al otoño «Autumnus», palabra en la que encuentran su origen los otoños Inglés y francés (autumn y automne respectivamente) pero también los otoños portugués, italiano y castellano (outono, autumno y otoño). De hecho en castellano, autumnal, es sinónimo de otoñal.

Y en cuanto a la iconografía, al dios Vertumno (a quien la mitología romana dio por esposa a Pomonia, diosa de los frutos -de ahí que pomme signifique manzana en francés-) se le representó en la Antigüedad sosteniendo una cesta de frutas, imagen que acabó convertida en iconografía del otoño, representado bajo la figura de un, o una joven, sosteniendo con una mano una cesta llena de frutas, y acariciando con la otra a un perro.

En cuanto al otoño y las frutas la simbología es clara, por cuanto es en esta estación cuando se desarrolla la vendimia, a la vez que es el tiempo para la recolección de las manzanas, granadas (mengranas), melocotones, caquis, peras, higos y membrillos; pero también de los frutos secos: castañas, almendras, avellanas y nueces. De ahí que una de las más icónicas y divertidas imágenes del otoño en la historia de la pintura sea la que realizó, en el año 1573, el artista milanés Giuseppe Arcimboldo. Este cuadro, que se conserva en el Museo del Louvre de París (y que forma parte de la serie “Las cuatro estaciones”) representa una barrica de vino reventada por las cuadernas de su panza, de la que emergen racimos de uva, patatas, setas, así como todo tipo de fruta y de frutos secos, conformando el conjunto la cabeza de un personaje, vista de perfil, que simboliza al otoño.

Y en cuanto, al período autumnal y el joven que acaricia a un perro, puede ser esta imagen el resultado de una asociación de la mitología romana con la egipcia, en donde al dios Serapis (esposo de Isis) se le representa sentado sobre un trono, junto al mítico Cancerbero (perro de tres cabezas custodio de las puertas del inframundo) portando en la cabeza un celemín de trigo. Esta imagen evocaría al dios Serapis en el intervalo de tiempo comprendido entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, época en que el Nilo se desborda regando con sus aguas los campos adyacentes de cultivo. Y también constituiría el símbolo del control del nuevo cambio estacional por parte del dios Serapis (Vertumno), junto a un domesticado Cancerbero (representando al invierno que se avecina) mansamente sentado a su lado.

Otra pintura ejemplarizante del otoño la constituye un cuadro de 1597, realizado por el artista italiano Caravaggio, en que aparece un joven Baco (dios de la fertilidad y el vino) reclinado, con una copa en la mano, junto a una fuente de frutas de otoño. Años antes, hacia 1593, el gran artista barroco había pintado un cuadro similar: “Muchacho con cesta de frutas”, todas ellas de temporada autumnal, que constituye una alegoría de serena felicidad antes de que se detenga la vida con la llegada del invierno. Y es también en este contexto de las fiestas de la vendimia y de la recolección de la fruta, en el que Velázquez situaría pocos años después, en 1629, su magistral obra “El triunfo de Baco” (también conocida como “Los borrachos”, cuadro que se puede contemplar en el Museo del Prado de Madrid). En este lienzo, el pintor sevillano escenifica la alegría de la fiesta de la vendimia, resultado del largo año de trabajo anterior.

Mas es también durante la (septembrina de nacimiento) estación de otoño cuando retoñan las hierbas en los prados para los ganados y cuando las hojas de los árboles amarillean -como la color de los sabrosos melocotones de Calanda- y, divorciadas de sus ramas, caen mansa y silenciosamente al suelo alfombrándolo de reluciente dorado. Una caída de hojas que caracteriza y distingue al otoño hasta tal punto que los portugueses usan la palabra cair (además de outono) para denominar a la estación.

Y es también durante el otoño cuando el sol empieza a mostrarse perezoso y, por ratos, parece nublarse, colándose pálida y valleinclanescamente por entre los cristales de las ventanas de las casas, como la fatigada lanza de un dios antiguo. Tiempo de paseos bajo atardeceres plomizos en los que la hojarasca del camino delata el rumor de nuestros pasos. Tiempo de romanticismo becqueriano enredado entre las sarmentosas ramas de los olmos de Veruela, a los pies del Moncayo. Paseos de meditación por las quedas alamedas de los parques, en que nuestras huellas se transmutan en heraldos de un otoño que anuncia incesantemente su llegada estampando por millares su firma sobre un mar de áureas hojas, reflejo terrenal de la constelación de estrellas que, desde el cielo, iluminan y embellecen la vida en la Tierra.