Tan lejos llegó la Conferencia Episcopal en su documento sobre la familia española, que hasta el Gobierno aznarí hubo de ponerse al soslayo y dejar pasar el huracán carpetovetónico. Por dentro le irá la procesión a un Ejecutivo que ejerce de confesional pero buena parte de cuyos miembros han de estar en pecado mortal, si no por desoír al Papa en el tema de la guerra de Irak, sí por haberse divorciado de sus legítimas en contra de lo que manda la Santa Madre Iglesia.

Los obispos se han pasado cantidad. Mas hay que entenderlos. Su alucinante proclama en favor de las relaciones tradicionales en la pareja y la familia no es tanto la enfermedad (mental, en todo caso) como un síntoma de la misma. Ante el revival ideológico que se vive en España, no deja de ser comprensible que los señores obispos hayan creído oportuno subirse a la máquina del tiempo, ajustar los relojes y volver a los felices días del nacionalcatolicismo.

Es dudoso que la familia, aunque zarandeada por los cambios sociales y culturales de estos afanosos tiempos, esté en peligro de extinción. Se transforma, se adapta, se reduce, se pliega ante las tensiones de un ritmo de vida implacable, pero resiste. No lo hace seguramente en la forma que querría la jerarquía católica (que vive en un sinvivir abrumada por la tremenda crisis que sufre su propia organización), pero va tirando mientras asimila las novedades.

El problema radica en que el pensamiento político conservador ha hecho de la familia (en su versión más confesional y patriarcal) el estandarte de sus argumentos contra el moderno Estado del Bienestar. Claro, el truco es fácil y efectivo: se confrontan los supuestos intereses familiares con la naturaleza laica de determinados servicios públicos (la Educación, en primer lugar) y así se acaba con dos pájaros de un tiro, con el aconfesionalismo... y con la propia armazón de ese Estado al que, como decía la Thatcher, hay que reducir para favorecer la expansión de la Sociedad .

Bien adobado con alguna ventajilla fiscal que parezca incentivar la natalidad, con sistemáticas alusiones a la política familiar y con eventuales actos de masas (más bien de misas ) en los que aparezcan imágenes familiares de las de toda la vida, el discurso del PP ha pretendido enlazar la tradición más carca con la postmodernidad más Opus (o Neocatecumenal). ¿Es extraño pues que la Conferencia Episcopal se sintiese con legitimidad para llamar a la desobediencia civil a los jueces que deben sentenciar divorcios?

Sin embargo, la cuestión tiene otros enfoques infinitamente más realistas. Para empezar, es obligado considerar a la familia de hoy como un grupo equilibrado, sujeto a códigos internos muy distintos a los vigentes en la tradición judeo-cristiana, pero también en la de la Roma pagana, donde el padre o cabeza de familia disponía de una autoridad sin límites. Para seguir, hay que contar con la igualdad de la mujer como axioma básico para trabar la pareja. Añadamos a ello la liberalización (la sana y la insana) de las costumbres, los últimos fenómenos mediáticos y tecnológicos, así como la urbanización de nuestro estilo de vida y otras revoluciones culturales al uso. El resultado es complejo y apasionante... Pero aún hay más: hay familias monoparentales y parejas homosexuales, fenómenos por otro lado perfectamente naturales y habituales en todas las épocas, digan lo que digan los reaccionarios. ¿Significa esto que la familia está a punto de fenecer? En absoluto.

Lo que hoy daña la vida familiar son las hipotecas salvajes, los pisos por las nubes, la obsesión por el trabajo y el consumo, las pensiones de viudedad inferiores a cuatrocientos euros, la cortedad de los servicios de asistencia domiciliaria a los ancianos, la falta de guarderías y escuelas infantiles, la inestabilidad laboral, los insuficientes servicios sociales... Eso es lo que está alienando y destrozando a los individuos y a las familias. Y eso no se resuelve retornando a la época en que las mujeres cuidaban sin chistar de maridos, niños y ancianos, en que los homosexuales eran perseguidos por la Ley de Vagos y Maleantes y en que la violencia de género era ocultada en la sección de breves de los diarios bajo aquella etiqueta genérica: Crimen pasional .

Estamos ante un problema más político que moral. En cuanto a los obispos, pobrecillos, hay que perdonarlos porque seguramente no saben lo que dicen. Sus ilustrísimas deberían repasar la Biblia y ver que todos venimos de una extraña familia, la que habría sido creada directamente por Dios: la madre le buscó la ruina a su marido, un hijo mató a otro y nadie entiende como hubo nietos si no fue mediante el incesto. Ahí es nada.