El bingo y el sorteo del jamón. La romería a la ermita, la parrilla y el trago de bota. Las peñas en cualquier chamizo y la recena. La misa de los beatos y la comparsa de los borrachos. El concierto si hay posibles y la charanga si vamos con lo justo. La comida popular y la discomóvil.

Las fiestas en los pueblos no son solo fiestas. Son la vida. Es el regreso de muchos que se fueron. Es la excusa para volver. Es el reencuentro. Son dos días, tres, cuatro, los que estire el presupuesto. Son las tradiciones de siempre o las de hace un rato pero como si fueran de toda la vida. Es la mezcla de lo pagano y de lo religioso. Es la juerga, la jarana, la alegría, el desfase. Es aquello que dura tan poco y se espera tanto.

En Tolva las fiestas son en Semana Santa. Por santa Anastasia, dicen. Me contaban que antes eran en otras fechas en las que no podía estar la juventud que entonces estudiaba fuera. Eso motivó el cambio a unas vacaciones en las que todos estuvieran para celebrar. Por eso en Tolva mutaron procesiones, ramos y cofrades en chocolatada, hinchables, esmorçada, baile, gimcana, pasacalles, campeonato de ping pong, discomóvil y bingo. Inteligente trueque.

Como imaginarán, hace dos años que no se pueden celebrar, que no es posible por esta maldita pandemia. Que todos aquellos que emigraron a la cercana Cataluña no pueden cruzar para abrazar a sus familiares, ni verse con los amigos que quedaron aquí, ni pasar la frontera para airear la casa, pararse por el pedris a comentar la última jugada, llevar unas rosas a aquellos que se fueron o, simplemente, estar, celebrar, sentir las raíces.

Espejismo anual

Esta vez en las calles no hubo sonido a platillo ni trompeta. Nadie manchó la camiseta de vinacho. Nadie se arrepintió de unos besos furtivos. El pueblo siguió su despertar de normalidad, con los primeros turistas, la terraza del Cremalls a tope, el tenderete de Carmen vendiendo tabletas, los coches en procesión a la panadería y los paseos para ver la nueva casa del astrónomo.

Estoicos, acostumbrados a la letanía donde poco ocurre, responsables, los pueblos siguen esperando ese volver de los que se fueron, esas fiestas que recuerdan cuando eran todos y no tan pocos, cuando la vida rebosaba como los vasos de cerveza. Ese espejismo anual como la inversión por la igualdad de oportunidades que se les sigue negando entre el olvido de la Administración y el sistema urbanocentrista. Esa reivindicación que chilla en revuelta de España vacía ese 31 de marzo, la celebración de la Santa Dignidad Rural, esa patrona que debería ser de todos los pueblos todos los días.