Estoy firmando en El Corte Inglés del Paseo Independencia. Firmando sin parar. Es una locura maravillosa. Me encanta ver las caras que ponen los niños mientras les dedico el libro. Me observan expectantes, con auténtica devoción. Yo estoy metido en mi papel, comentando lo ilusionado que me siento de que les gusten mis historias. La comercial de Planeta, sentada a mi lado, me dice en voz baja que vaya más rápido, que hay como doscientos niños esperando su turno. Yo firmo a toda velocidad, me hago cargo, pero me encanta charlar con los chavales, preguntarles cómo se llaman, cuáles son sus libros favoritos, sus personajes preferidos…, en fin, ese tipo de cosas. Me pierde la labia, y hablo por los codos mientras mis rotuladores y bolígrafos garabatean los diversos y brillantes ejemplares. Y además los niños me observan arrobados, encantados. Los padres, en cambio, curiosamente, me observan con cierta lástima. Algunos incluso murmuran apenados: «Pobre, el calor que debe de estar pasando». Pero se equivocan por completo, desde luego. No paso calor, si bien es cierto que sudo bastante dentro de la cabeza de ratón. No obstante, estoy disfrutando una barbaridad; de hecho, me encuentro al borde del éxtasis. Soy escritor, y firmar más de trescientos libros en un par de horas no lo hace cualquiera. Vale, los libros que firmo no los he escrito yo, y ni siquiera he leído la mayoría (y es un detalle importante, de acuerdo). Sin embargo, en estos momentos, bajo el disfraz de Gerónimo Stilton, me siento la persona más feliz del mundo.

*Escritor y cuentacuentos