En el comunismo, al igual que ocurre en todas las filosofías, ha habido personas críticas con el modo de transformar su bases teóricas en praxis políticas concretas y con determinadas actuaciones de política nacional e internacional, tal y como lo demuestra la existencia de diferentes corrientes y, sobre todo, el amplio número de disidentes que padecieron torturas y el exilio. Sin embargo, no conozco ningún teórico marxista que pusiera en jaque los fundamentos de su modelo educativo, ni mucho menos que se atreviera a criticar su supremo objetivo: la creación de un tipo de persona nueva, defensora de los más débiles, solidaria con los pueblos oprimidos por el imperio capitalista, dispuesta siempre a practicar el bien y ajena a las perversas tentaciones que conlleva la posesión de la riqueza.

Los que fuimos neófitos comunistas en nuestra juventud manteníamos largas e interminables discusiones con los colegas católicos acerca de la divinidad y de la praxis más apropiada para la defensa de la clase obrera contra la codicia desenfrenada del gran capital, concretado fundamentalmente en la banca y en los empresarios. Por supuesto, eran debates sin ningún acuerdo posible. Curiosamente, cuando centrábamos la discusión en las bondades del sistema educativo comunista, al que solo conocíamos por los libros clandestinos que nos llegaban de Francia y Argentina y por algunas revistas prohibidas que circulaban por la universidad, tanto los católicos progresistas como los militantes comunistas estábamos de acuerdo en que ese era el modelo educativo ideal para todos los países, entendido como el único medio para formar personas honestas, para conseguir la solidaridad internacional con los países más pobres y para acabar con las desigualdades sociales que provocan los sistemas educativos capitalistas. Era imposible no estar de acuerdo con un sistema educativo cuyo fin último, según Makarenko (el autor del Poema pedagógico), no solo consistía en formar al hombre creador, al hombre ciudadano capaz de contribuir lo más eficazmente posible a la edificación del estado soviético, sino dar a luz al hombre feliz, dadivoso, amante de su familia y, sobre todo, al hombre proletario y solidario con quienes sufren cualquier tipo de persecución y explotación.

EL PRIMER descubrimiento del fracaso del sistema educativo comunista me lo proporcionaron dos jóvenes pedagogas rusas que conocí en Leeds (Reino Unido). Como hasta entonces nunca había tenido la ocasión de conocer a nadie que se hubiera educado en el sistema educativo soviético, intenté que me contaran sus vivencias. Ambas me respondieron que no querían rememorar la experiencia tan negativa que les supuso ese modelo educativo. Cuando por fin logré tirarles de la lengua, me percaté de que dicho modelo era muy parecido al franquista y, sin necesidad de hacer un gran esfuerzo mental, llegué a la conclusión de que el verdadero fin de todos los sistemas educativos dictatoriales es la manipulación de la mente y de la personalidad de los educandos. Cuando me contaron que les enseñaban a leer con textos de Lenin y de Stalin no me extrañó, ya que a mí me enseñaron a leer con los más rancios textos falangistas y con ridículas vidas de santos.

La segunda constatación la tuve cuando desapareció la Unión Soviética. Como comunista crítico que entonces era, entendía perfectamente que la gente renegara de la dictadura que mantenían los jerarcas del partido (la dictadura del proletariado nunca fue real) y que, por lo tanto, hubiera un acercamiento al modelo político de las democracias liberales de corte capitalista. Lo que jamás imaginaba es que los jóvenes líderes, que habían sido educados en las escuelas soviéticas, se convirtieran en los especuladores capitalistas más acérrimos y en los personajes más ricos del mundo a costa del saqueo de las empresas públicas, que crearan una tupida red de mafias privadas para controlar el petróleo y el gas, o que se transformaran en los capitalistas más corruptos a nivel mundial y en los más insolidarios con los pueblos del tercer mundo. Ese nuevo hombre que iba a formar la educación comunista, sin ningún apego al dinero, feliz y solidario con los pobres del mundo se había quedado en nada.

El último ejemplo de ese fracaso lo hemos vivido en 2015. Ante la llegada a Europa de ingentes cantidades de hombres, mujeres y niños que huían de la hambruna creada por las guerras religiosas entre las distintas tendencias islámicas, lo lógico hubiera sido que los habitantes de los antiguos países dependientes de la órbita soviética les abrieran sus corazones y sus hogares sin reticencia. Sin embargo, el mundo entero ha comprobado que los gobiernos y las gentes de esos países europeos han sido los más insolidarios con los refugiados. A la vista de ese vergonzoso comportamiento, Lenin (si viviera hoy) tendría que admitir el fracaso de los objetivos que él defendió a través de la resolución que presentó en octubre de 1920 al comité central del partido comunista soviético: "Nuestro sistema de instrucción pública debe preparar a los jóvenes para el derrocamiento de la burguesía, la supresión de las clases sociales y la abolición de toda explotación del hombre por el hombre".

Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza