Ya saben aquello de que Aragón es el Ohio de España en lo que se refiere a comportamiento electoral, así que me ahorro la explicación y, aprovechando que es verano y tiempo de licencias, en su lugar les voy contar una anécdota real de la que fui testigo hace poco:

Un catedrático español de latín viaja a Grecia durante sus vacaciones y aprovecha para girar visita a un colega de la Universidad de Atenas. Ambos se profesan recíproca admiración, pero no se conocen personalmente. Por azares del destino, me veo envuelto en el encuentro y como me consta que el catedrático griego no habla español, le pregunto al catedrático español si habla griego o inglés para poder comunicarse con su colega. La respuesta es contundente: que no, pero que no me preocupe, que ellos se entienden.

Llega el ansiado momento y después de las presentaciones, los besos y los abrazos de rigor, empiezan a hablar y, lo que es más importante, a entenderse; y lo hacen, para sorpresa de todos, en latín, esa lengua muerta que por unos instantes de excepción vuelve a la vida bajo la simbólica sombra de la Acrópolis de Atenas. Fin de la anécdota.

Si no saben por dónde voy, se lo explico: la incapacidad para entenderse, aun hablando la misma lengua viva, de los grupos políticos representados en el Parlamento español fue de tal calibre en las pasadas sesiones de no investidura de Sánchez, que habría que preguntarse por las causas profundas del desencuentro, más allá de la pura contabilidad de cargos y carguitos exhibida en el zoco en que convirtieron el Congreso de los Diputados.

Mi modesta capacidad de análisis me lleva a pensar que la dificultad no está en el idioma ni en el lenguaje, sino en los intereses de los interlocutores. O mucho me equivoco o los intereses de los representantes públicos electos no deberían diferir demasiado de los intereses generales, que son ni más ni menos los intereses que interesan a sus representados. Esos intereses generales son o deberían ser el sustrato necesario de la materia política, su sustancia primigenia, el lugar de encuentro al que por caminos más o menos tortuosos es posible llegar desde diferentes puntos de partida. Vamos, algo así como lo que es el latín para todas las lenguas romances o para todos los catedráticos de latín, enseñen donde enseñen.

El problema es que nuestros parlamentarios ni saben ni quieren aprender latín. Son unos auténticos bárbaros empeñados en hablar cada uno la lengua viva que les da vida dentro de la burbuja de su partido político; y eso les incapacita para hacer lo que los electores esperamos que hagan: entenderse y gobernar la comunidad de intereses, que para entendernos llamamos España.

Por el contrario, en el remoto Ohio español, en la tierra noble de Aragón, resulta que un señor de izquierdas venido de la capital de las Cinco Villas, ha tenido la santísima paciencia de declinar un Gobierno transversal, a partir de la inesperadísima propuesta de otro señor más bien de derechas y apellidado como una planta y como un pueblo de Teruel. Para ello han tenido que conjugar en perfecto latín verbos regulares e irregulares de cuya existencia los tres partidos de la derecha no parecen tener noticia en absoluto.

A esos tres partidos de la derecha en Aragón y a todo el arco parlamentario en España se les ha tenido que quedar la misma cara de tonto que se nos quedó a todos los que asistimos como espectadores a ese encuentro de mi anécdota. Los tres partidos de la derecha en Aragón, que han pactado a golpe de pito en el Ayuntamiento de Zaragoza y que, particularmente Ciudadanos, solo han declinado el NO en la Aljafería, deberían volver a los fundamentos para encontrarle sentido a la política, más allá de la poco exquisita lingüística de partido, en la que son maestros consumados.

Sí señores, en Aragón, el Ohio español, se habla latín mejor que en ninguna otra parte. Aprovechando el verano, nuestros líderes nacionales tal vez tendrían que venir por aquí para aprender un poco de esas humanidades que se les han atragantado a final de curso y que se han dejado para septiembre. H *Escritor