Zaragoza no vivía una situación de tanta actividad urbanística desde el tiempo de los tiempos. Habría que echar la vista quince años atrás, cuando alucinamos pepinillos con aquellos proyectos del PSOE de García Nieto, que impulsaba la recalificación del secarral de Valdespartera y los acampos próximos para construir en aquellos yermos la ciudad del futuro. Para los arquitectos, la pretensión de estirar la ciudad por el sur era ciencia ficción, más que nada por la fragilidad del terreno. Pero el tiempo y las nuevas técnicas han contribuido a asentar y reposarlo todo, todo menos esa máquina de hacer dinero que es el suelo.

En este momento, ningún partido político del arco municipal resistiría la embestida de la hemeroteca, porque todos, sin excepción, han pisado la arena movediza del urbanismo zaragozano, que fue, es y seguirá siendo un fenómeno sinuoso y cambiante. Pero que nadie piense que el urbanismo cambia porque la sociedad es cada vez más desarrollada y más culta. No señor. El urbanismo cambia porque se mantiene inmóvil en las manos de esa media docena de apellidos que ejercen su poder en hectáreas y resisten los vaivenes políticos, sabedores de que el último que chifle será capador.

No hay nada más ridículo y ofensivo que esas siglas políticas alineadas con la media docena de apellidos, porque cuando se alinean pierden la razón existencial y estética que aparentemente defienden. Y mientras los partidos se empecinan en defender el pedigrí social y político que no tienen, la ciudadanía mira hacia otro lado para no vomitar.